viernes, diciembre 5

El desamparo invisible: necropolítica y derecho al empadronamiento en Zaragoza

En Zaragoza, el sinhogarismo va más allá de la falta de techo. Es la evidencia de una profunda desconexión entre las necesidades de los más vulnerables y las respuestas institucionales. La gestión del sinhogarismo se ha convertido en un espejo incómodo de cómo las instituciones administran la vida y la muerte social de sus ciudadanos más frágiles. Hablamos de una política que decide quién puede vivir con dignidad y quién queda relegado a los márgenes.

El empadronamiento municipal, que debería ser una herramienta de inclusión, se ha convertido en un laberinto burocrático. En teoría, todas las personas que residen en Zaragoza —con independencia de su nacionalidad, situación administrativa o condición social— tienen derecho a figurar en el padrón. Este registro es la llave de acceso a la sanidad, las ayudas sociales, la educación o la vivienda. Para las personas sin hogar, empadronarse puede tardar más de cuatro meses, y en algunos casos hasta siete. La espera se convierte en exclusión silenciosa: se sobrevive, pero sin ciudadanía.

Actualmente ya no es posible empadronarse a través de entidades sociales, lo que agrava la invisibilidad administrativa. Las normas que reconocen el derecho al empadronamiento de personas sin domicilio fijo —como el reciente Real Decreto 141/2024— chocan con una práctica municipal lenta y desigual. Mientras los expedientes se acumulan, las personas quedan fuera de ayudas, vivienda o atención médica. La inacción también mata, aunque lo haga en silencio.

Zaragoza vivió en 2016 una experiencia de esperanza con el programa Housing First, que ofrecía vivienda permanente y acompañamiento integral a personas en situación de sinhogarismo crónico. Los resultados fueron palpables: mejora en la salud, estabilidad emocional, incorporación laboral. Con el cambio político de 2019, este modelo fue sustituido por un plan que prioriza el mercado privado y los incentivos a propietarios. Desde entonces, el número de personas sin hogar ha crecido y los recursos públicos se han ido debilitando.

Uno de los espacios que simbolizaba una política de inclusión real fue Las Casitas, un centro que combinaba alojamiento, acompañamiento social y formación laboral. Su cierre en 2024 marcó un retroceso doloroso. Hoy, el Albergue Municipal de Zaragoza representa el último refugio institucional, pero sus limitaciones son evidentes: estancias de seis días únicamente, normas arbitrarias, instalaciones precarias y falta de seguridad. Las denuncias de personas usuarias hablan de duchas con agua fría, baños sucios, restricciones absurdas en el uso de lavadoras y consignas, e inseguridad constante.

A todo esto se suma una paradoja que desvela la lógica necropolítica de la ciudad: mientras el Ayuntamiento habla de saturación, 67 camas permanecen cerradas en el albergue, disponibles únicamente durante la ola de frío. En pleno otoño, con decenas de personas durmiendo al raso, mantener camas vacías es una decisión política difícil de justificar. Dormir bajo techo no puede depender del parte meteorológico. Hay recursos, pero se activan cuando el sufrimiento se hace visible o mediático. No hay política de vivienda; hay política de invisibilidad.

Los desalojos recientes, como el de la estación de autobuses en octubre, confirman esa tendencia. Se desplaza la pobreza de un punto visible a otro, sin ofrecer alternativas. Zaragoza no resuelve la exclusión, la administra. La ciudad gestiona el mínimo necesario para que el problema no estalle, mientras su discurso se centra en el «orden» y la «seguridad». Se protege la imagen urbana, no las vidas humanas.

El sinhogarismo femenino añade una capa aún más invisible a esta realidad. Las mujeres sin hogar no suelen estar en la calle: permanecen ocultas en casas ajenas o en relaciones de dependencia. Su sinhogarismo está íntimamente ligado a la violencia de género y a la precariedad económica, pero los recursos municipales siguen diseñados para hombres. No existen espacios suficientes donde ellas puedan sentirse seguras y acompañadas. La exclusión, en su caso, se disfraza de refugio temporal o de silencio.

Revertir esta lógica exige políticas valientes: abrir las camas cerradas del albergue durante todo el año, agilizar los trámites de empadronamiento y recuperar un plan integral de vivienda pública con acompañamiento social. La vivienda no es caridad: es un derecho. La dignidad no puede depender de la temperatura ni del azar administrativo.

Zaragoza puede seguir gestionando la pobreza o puede decidir proteger la vida. La diferencia está en reconocer que cada persona sin hogar es un ciudadano con derechos, no una cifra ni un estorbo. Porque una ciudad que deja morir en la espera o al raso no falla a sus habitantes más vulnerables: se falla a sí misma.

Talita de Fátima B. Moreira

Jurista y activista por los derechos humanos

Las activistas negras necesitan tu colaboración para seguir trabajando. Puedes colaborar con Talita aportando a su Ko-Fi



Descubre más desde Afroféminas

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Descubre más desde Afroféminas

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

Verificado por MonsterInsights