viernes, diciembre 5

El antirracismo que nos borra

Vivimos en un momento en el que, al menos de palabra, el antirracismo ha calado y en una parte de la sociedad, es aceptado o tolerado. Muchas personas blancas, sobre todo entre la gente con ideas progresistas, dicen ser aliadas en la pelea contra el racismo. Pero esta alianza, en lugar de ser siempre una ayuda real, muchas veces acaba siendo una nueva forma de poner a la blanquitud en el centro. La persona blanca que se ve como aliada se convierte así en la estrella de un cuento donde quienes sufren la opresión —las personas negras y racializadas— quedan en un segundo plano o solo como un símbolo.

Esto no es nuevo. En la historia del activismo antirracista, sobre todo en lugares como Estados Unidos, ya se advertía que las personas blancas con buenas intenciones podían acabar adueñándose de luchas que no eran suyas. Pero ahora, con las redes sociales, la cultura, la educación y las instituciones, esta forma de centrar la blanquitud es más sutil y cuesta más verla. Un aliado blanco puede decir que es antirracista, ir a todas las charlas, leer libros de autores negros y, aun así, ser parte del problema si lo que hace, dice y cómo se posiciona termina callando o apartando a las personas negras o racializadas.

Una de las cosas que más pasa en estas situaciones es la «traducción». Personas blancas que «traducen» las vivencias negras a un lenguaje que ellos entienden, como si las personas racializadas no pudiéramos contar nuestras propias historias o crear nuestras propias ideas políticas. Estas personas se vuelven como puentes culturales que, al tener más visibilidad, acumulan poder e incluso dinero gracias a una lucha que no es suya. Así, a las personas negras nos dejan solo como ejemplo, algo para estudiar o un testimonio suelto, pero no como sujetos políticos que deciden y actúan.

El asunto no es que haya personas blancas antirracistas; ojalá hubiera muchas más. El asunto es cuando ese antirracismo se usa para promocionarse, para ganar respeto o para escalar socialmente. Es lo que le ocurre al experto que basa toda su carrera en hablar de la “experiencia migrante” sin haber estado nunca en un colectivo; al influencer que se muestra contra el racismo porque le da más seguidores sin mirar sus propias actitudes racistas; o a la institución que organiza eventos antirracistas sin incluir a ninguna persona negra en los puestos de poder.

Poner el foco en la blanquitud también se evidencia cuando insisten en “educar” a las personas blancas, como si ese fuera el fin principal de nuestra lucha. Muchas veces se espera que las personas negras expliquemos con calma, de forma pedagógica y con amabilidad las diferentes caras del racismo estructural. Cuando nos negamos a hacerlo o lo hacemos con la rabia que tenemos derecho a sentir, nos acusan de no ser estratégicas, de “ahuyentar a los aliados” o de no querer tender puentes. Pero ¿qué clase de alianza es esa que pide que callemos nuestro dolor para que ellos no se sientan incómodos?

Además, cuando hay un problema en sitios antirracistas donde hay personas blancas, la atención casi siempre se va hacia la molestia de ellos, a su malestar o a su supuesta “cancelación”. Se empiezan a mover ideas que buscan cuidar su imagen y sus sentimientos, sin cuestionar el daño real que sufren las personas racializadas. Es algo retorcido: quienes tienen el privilegio de que no se les señale por su color de piel pasan a ser el centro de la conversación, incluso en lugares creados para luchar contra ese mismo privilegio.

Este antirracismo que pone el centro en la blanquitud nos borra y le quita fuerza política a la lucha. Lo convierte en algo de imagen, de gestos vacíos y palabras sin sentido, sin una voluntad verdadera de repartir el poder. Porque el antirracismo de verdad pide incomodidad, soltar privilegios, repartir recursos, escuchar de verdad y ser humilde. También significa no estar en el centro.

Por eso la necesidad de construir espacios seguros, nuestros y llevados por personas negras y racializadas. Lugares donde podamos pensar sin que nadie nos dirija, sin que nadie nos traduzca, sin pedir permiso. Espacios donde el antirracismo no sea una pose, sino una herramienta para romper con las estructuras que nos oprimen. Las personas blancas pueden acompañar ese camino, sí, pero no guiarlo. No se trata de echar a nadie, sino de poner límites claros a la gente que se apropia, que calla y que toma un protagonismo que no le toca.

Porque no queremos más aliados que acaban usando nuestra voz. Queremos cómplices que caminen a nuestro lado sin robar el protagonismo. Porque el antirracismo que nos borra no es antirracismo: es otra forma de dominación, quizás más suave, pero igual de dañina. Y de eso, ya estamos hartas.

Elvira Swartch Lorenzo

Colaboradora



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