sábado, diciembre 21

El declive de Israel

*Texto publicado originalmente en London review of Books y traducido por Afroféminas.

Cuando Ariel Sharon retiró a más de ocho mil colonos judíos de la Franja de Gaza en 2005, su principal objetivo era consolidar la colonización israelí de Cisjordania, donde la población de colonos empezó a aumentar de inmediato. Pero la «desconexión» tenía otro propósito: permitir a las fuerzas aéreas de Israel bombardear Gaza a voluntad, algo que no podían hacer cuando allí vivían colonos israelíes. Los palestinos de Cisjordania han tenido, al parecer, una suerte espantosa. Están cercados por colonos decididos a robarles sus tierras -y no dudan en absoluto en infligirles violencia en tal proceso-, pero la presencia judía en su territorio les ha evitado los bombardeos masivos y la devastación a la que Israel somete a la población de Gaza cada pocos años.


La violencia exterminadora casi siempre va precedida de otras formas de persecución, cuyo objetivo es hacer a las víctimas lo más miserables posible, como el saqueo, la negación del derecho de voto, la creación de guetos, la limpieza étnica y la deshumanización racista.
Un soldado israelí mantiene guardia cerca de una mujer palestina junto a un graffiti de la estrella de david pintado por colonos israelíes en un puesto de control del ejército en el centro de hebrón, el 18 de mayo de 2009. (foto: menahem kahana/afp/getty images)

El régimen israelí se refiere a estos episodios de castigo colectivo como «segar la hierba». En los últimos quince años, ha lanzado cinco ofensivas contra la Franja. Las cuatro primeras fueron brutales y crueles, como lo son invariablemente las contrainsurgencias coloniales, matando a miles de civiles en represalia por el lanzamiento de cohetes y la toma de rehenes por parte de Hamás. Pero la última, la Operación Espadas de Hierro, lanzada el 7 de octubre en respuesta a la incursión de Hamás en el sur de Israel (en represalia a su vez por los 75 años de masacres sionistas), es diferente en especie, no sólo en grado. En los últimos ocho meses, Israel ha matado a más de 38 mil palestinos. Un número incalculable permanece bajo los escombros y aún más morirán de hambre y enfermedades. Ochenta mil palestinos han resultado heridos, muchos de ellos con mutilaciones permanentes.

Los niños cuyos padres -familias enteras- han muerto constituyen un nuevo subgrupo de población. Israel ha destruido la infraestructura de viviendas de Gaza, sus hospitales y todas sus universidades. La mayoría de los 2,3 millones de residentes de Gaza han sido desplazados, algunos de ellos repetidamente; muchos han huido a zonas «seguras» sólo para ser bombardeados de nuevo allí. Nadie se ha librado: trabajadores humanitarios, periodistas y médicos han muerto en cifras de récord. Y mientras aumentan los niveles de inanición, Israel ha creado un obstáculo tras otro para el suministro de alimentos, insistiendo al mismo tiempo en que su ejército es el «más moral» del mundo.

Las imágenes de Gaza -ampliamente disponibles en TikTok, que los partidarios de Israel en EEUU han intentado prohibir, y en Al Jazeera, cuya oficina de Jerusalén fue cerrada por el régimen israelí- cuentan una historia diferente, la de palestinos famélicos asesinados frente a camiones de ayuda en la calle Al-Rashid en febrero; la de habitantes de tiendas de campaña en Rafah quemados vivos en ataques aéreos israelíes; la de mujeres y niños que subsisten con 245 calorías al día. Esto es lo que Benjamin Netanyahu describe como «la victoria de la civilización judeocristiana contra la barbarie».



La agresión militar en Gaza ha alterado la forma, quizás incluso el significado, de la lucha por Palestina: parece engañoso, e incluso ofensivo, referirse a un «conflicto» entre dos pueblos después de que uno de ellos haya masacrado al otro en cantidades tan escandalosas. La magnitud de la destrucción se refleja en la terminología: «domicidio» por la destrucción de viviendas; «escolasticidio» por la destrucción del sistema educativo, incluidos sus profesores (95 profesores universitarios han sido asesinados); «ecocidio» por la ruina de la agricultura y el paisaje natural de Gaza. Sara Roy, destacada experta en Gaza e hija de supervivientes del holocausto, lo describe como un proceso de «econocidio», «la destrucción total de una economía y sus componentes», la «extensión lógica», escribe, del «subdesarrollo» deliberado de la economía de Gaza por parte de Israel desde 1967.

Pero, tomando prestado el lenguaje de una convención de la ONU de 1948, existe un término más antiguo para «actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso». Ese término es genocidio, y entre los juristas internacionales y los expertos en DDHH existe un consenso cada vez mayor en que Israel está cometiendo genocidio en Gaza. Esta es la opinión no sólo de los organismos internacionales, sino también de expertos que tienen un historial de circunspección -de hecho, de extrema cautela- cuando Israel aparece implicado, en particular Aryeh Neier, uno de los fundadores de ‘Human Rights Watch’.

La acusación de genocidio no es nueva entre los palestinos. Recuerdo haberla oído cuando estaba en Beirut en 2002 durante el asalto israelí al campo de refugiados de Yenín, y pensé: no, es un asedio despiadado y sin piedad. El uso de la palabra «genocidio» me pareció entonces típico de la inflación retórica del debate político en Oriente Medio y un síntoma de la amarga y fea competición por el victimismo en Israel-Palestina. El juego se había amañado en contra de los palestinos debido a la historia de sus opresores: la destrucción de la judería europea confería capital moral al joven Estado judío a los ojos de las potencias occidentales. La reivindicación palestina de genocidio parecía un intento de equilibrar la balanza, algo que palabras como «ocupación» e incluso «apartheid» nunca podrían hacer.

Sin embargo, esta vez es diferente, no sólo por la matanza gratuita de miles de mujeres y niños, sino porque la magnitud de la devastación ha hecho que la vida sea casi imposible para quienes han sobrevivido a los bombardeos sionistas. La guerra fue provocada por el ataque reivindicativo de Hamás, pero el deseo de infligir sufrimiento a Gaza, no sólo a Hamás, no surgió el 7 de octubre. He aquí las declaraciones del hijo de Ariel Sharon, Gilad, en 2012: «Tenemos que arrasar barrios enteros de Gaza. Aplastar toda Gaza. Los estadounidenses no se detuvieron con Hiroshima; los japoneses no se estaban rindiendo lo suficientemente rápido, por lo que también atacaron Nagasaki. No debería haber electricidad en Gaza, ni gasolina ni vehículos en movimiento, nada». Hoy esto parece una profecía.

La violencia exterminadora casi siempre va precedida de otras formas de persecución, cuyo objetivo es hacer a las víctimas lo más miserables posible, como el saqueo, la negación del derecho de voto, la creación de guetos, la limpieza étnica y la deshumanización racista. Todas estas han sido características de la relación de Israel, desde su fundación, con el pueblo palestino. Lo que hace que la persecución se convierta en matanza masiva suele ser la guerra, en particular una guerra definida como una batalla existencial por la supervivencia, como hemos visto en la guerra contra Gaza. Las declaraciones de los dirigentes israelíes (el ministro de Defensa, Yoav Gallant: «Estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia»; el presidente Isaac Herzog: «La responsabilidad la tiene toda la nación») no han disimulado sus intenciones, sino que han proporcionado una guía precisa. También lo han hecho los alegres selfis tomados por soldados israelíes entre las ruinas de Gaza: para algunos, al menos, su destrucción ha sido una fuente de placer.

Puede que los métodos de Israel se parezcan más a los de los franceses en Argelia, o a los del régimen de Suharto en Indonesia, que a los de los nazis en Treblinka o los genocidas hutus en Ruanda, pero eso no significa que no constituyan un genocidio. Tampoco el hecho de que Israel haya matado «sólo» a una parte de la población de Gaza. ¿Qué les queda, después de todo, a los que sobreviven? La vida desnuda, como la denomina Giorgio Agamben: una existencia sentenciada por el hambre, la miseria y la amenaza siempre presente del próximo ataque aéreo (o «trágico accidente», como describió Netanyahu la incineración de 45 civiles en Rafah). Los partidarios de Israel podrían argumentar que esto no es la Shoah, pero la creencia de que la mejor manera de honrar la memoria de los que murieron en Auschwitz es condonar la matanza masiva de palestinos para que los judíos israelíes puedan volver a sentirse seguros es una de las grandes perversiones morales de nuestro tiempo.

En Israel, esta creencia equivale a un artículo de fe. Puede que Netanyahu cuente con el desprecio de la mitad de la población, pero su guerra contra Gaza no, y, según encuestas recientes, una mayoría sustancial de israelíes piensa o bien que su respuesta ha sido adecuada o bien que no ha ido lo suficientemente lejos. Incapaces o poco dispuestos a mirar más allá del 7 de octubre, la mayoría de los judíos de Israel se consideran plenamente justificados para hacer la guerra hasta que Hamás sea destruida, incluso -o especialmente- si esto significa la destrucción total de Gaza.

Rechazan la idea de que la propia conducta de Israel -su asfixia de Gaza, su colonización de Cisjordania, su uso del apartheid, sus provocaciones en la mezquita de Al-Aqsa, su continua negación de la autodeterminación palestina- pueda haber provocado las furias del 7 de octubre. En lugar de ello, insisten en que una vez más son víctimas del antisemitismo, de «Amalec», la nación enemiga de los israelitas. El hecho de que los israelíes no puedan ver, o se nieguen a ver, su propia responsabilidad en los hechos del 7 de octubre es un testimonio de sus miedos y terrores ancestrales, que se han reavivado con las masacres. Pero también revela hasta qué punto los judíos israelíes habitan lo que Jean Daniel denominó «la prisión judía».

La ambición original del sionismo era transformar a los judíos en actores históricos: soberanos, legítimos, dotados de un sentido de poder y voluntad. Pero la tendencia de los judíos israelíes a verse a sí mismos como víctimas eternas, entre otros hábitos de la diáspora, ha demostrado ser más fuerte que el propio sionismo, y los dirigentes del régimen israelí han encontrado en este reflejo un poderoso blindaje ideológico y una fuente de cohesión. No es de extrañar que los israelíes hayan interpretado el 7 de octubre como una secuela del holocausto, o que sus líderes hayan fomentado esta interpretación: ambos se adhieren a una lectura teológica de la historia basada en la repetición mítica, en la que cualquier violencia contra los judíos, independientemente del contexto, se entiende dentro de un continuo de persecución; son incapaces de distinguir entre la violencia contra los judíos como judíos, y la violencia contra los judíos en relación con las prácticas del Estado judío. (Irónicamente, esta visión de la historia hace que la matanza industrializada de la Shoah sea menos excepcional, ya que parece simplemente un gran pogromo). Lo que esto significa, en la práctica, es que cualquiera que culpe a Israel por sus políticas anteriores al 7 de octubre, o por su matanza en Gaza, puede ser tachado de antisemita, de amigo de Hamás, Irán y Hezbolá, de ‘Amalec’.

También significa que casi todo está justificado en el campo de batalla, donde un número creciente de soldados en unidades de combate son colonos extremistas. No es raro oír a judíos israelíes defender el asesinato de niños, ya que crecerían para convertirse en terroristas (un argumento que no difiere de la afirmación de algunos palestinos de que matar a un niño judío israelí es matar a un futuro soldado del ejército israelí). La cuestión es cuántos niños palestinos deben morir para que los israelíes se sientan seguros, o si los judíos israelíes consideran que la eliminación de la población palestina es una condición necesaria para su seguridad.

La idea sionista del «traslado» -la expulsión de la población árabe- es más antigua que el propio Israel. Fue adoptada tanto por Ben-Gurion como por su rival Vladimir Jabotinsky, el sionista revisionista que fue mentor del padre de Netanyahu, y alimentó directamente las expulsiones de la guerra de 1948, la ‘Nakba’. Pero hasta la década de 1980, y el auge de los Nuevos Historiadores, Israel negó enérgicamente que hubiera cometido limpieza étnica, alegando que los palestinos se habían marchado o «huido» porque los ejércitos árabes invasores les habían animado a hacerlo; cuando se evocaba la expulsión de los palestinos y la destrucción de sus pueblos, como en la novela de S. Yizhar de 1949 Khirbet Khizeh y el relato de A.B. Yehoshua de 1963 «Facing the forests», era con angustia y racionalización cargada de culpa.

Pero, como señala el periodista francés Sylvain Cypel en The State of Israel v. the Jews, la «vergüenza secreta subyacente a la negación» se ha evaporado. Hoy en día, la catástrofe de 1948 se defiende descaradamente en Israel como una necesidad y se considera un proyecto inacabado, incluso heroico. Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas, e Itamar Ben-Gvir, ministro de Seguridad Nacional, son defensores a ultranza de la expulsión. Lo que estamos presenciando en Gaza es algo más que el capítulo más asesino de la historia de Israel-Palestina: es la culminación de la Nakba de 1948 y la transformación de Israel, un Estado que en su día proporcionó -en tierras que no le pertenecían- un santuario a los supervivientes de los campos de exterminio, en una nación culpable de genocidio.

«Hay décadas en las que no pasa nada», escribió Lenin, «y hay semanas en las que pasan décadas». En los últimos ocho meses se ha producido una extraordinaria aceleración de la larga guerra de Israel contra los palestinos. ¿Podría haber sido de otro modo la historia del sionismo? Benjamin Netanyahu es un hombre callado, de imaginación limitada, impulsado en gran parte por su apetito de poder y su deseo de evitar ser condenado por fraude y soborno (su juicio se ha estado celebrando de forma intermitente desde principios de 2020). Pero también es el primer ministro israelí que más tiempo lleva en el cargo, y su ideología expansionista y racista es la corriente dominante en Israel. Israel, que siempre fue una etnocracia basada en el privilegio judío, se ha convertido, bajo su mandato, en un Estado nacionalista reaccionario, un país que ahora pertenece oficialmente en exclusiva a sus ciudadanos judíos. O en palabras de la Ley del Estado-nación de 2018, que consagra la supremacía judía: «El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío». No es de extrañar que los palestinos y sus partidarios proclamen: «Palestina será libre desde el río hasta el mar». Lo que muchos sionistas perciben como un llamamiento a la limpieza étnica o al genocidio es, para la mayoría de los palestinos, un llamamiento al fin de la supremacía judía sobre la totalidad de la tierra, el fin de unas condiciones de total falta de libertad.



No es sorprendente que en la izquierda estudiantil la palabra «sionista» se haya convertido en un epíteto para aquellos que se oponen a la igualdad de derechos y a la libertad de los palestinos, o que, incluso si afirman apoyar la idea de un Estado palestino, persisten en pensar que los deseos de los judíos israelíes, en virtud de la persecución de sus antepasados en Europa, tienen más peso que los de los árabes autóctonos de Palestina. Pero, como nos recuerda Shlomo Sand en Deux peuples pour un état?, hubo otro sionismo disidente, un «sionismo cultural» que abogaba por la creación de un Estado binacional basado en la cooperación árabe-judía, y que contaba entre sus miembros a Ahad Ha’am, Judah Magnes, Martin Buber y Hannah Arendt. En 1907, el sionista cultural Yitzhak Epstein acusó al movimiento sionista de haber olvidado «un pequeño detalle: que hay en nuestra amada tierra todo un pueblo que lleva cientos de años unido a ella y nunca ha pensado en abandonarla».

Epstein y sus aliados, que fundaron Brit Shalom, la Alianza por la Paz, en 1925, imaginaban Sión como un lugar de renacimiento cultural y espiritual. Cualquier intento de crear un Estado exclusivamente judío, advertían, convertiría al sionismo en un movimiento colonial clásico y provocaría una guerra permanente con los árabes palestinos. Tras los disturbios árabes de 1929, el secretario de Brit Shalom, Hans Kohn, denunció al movimiento sionista oficial por «adoptar la postura de inocentes heridos» y por eludir «el menor debate con la gente que vive en este país. Hemos dependido totalmente de la fuerza del poder británico. Nos hemos fijado objetivos que inevitablemente iban a degenerar en conflicto».

Pero esto no fue por accidente: el conflicto con los árabes era esencial para la corriente principal sionista. Para los defensores del «sionismo muscular», como ha argumentado Amnon Raz-Krakotzkin, la creación de un Estado judío en Palestina permitiría a los judíos no sólo lograr la «negación del exilio», sino también, y paradójicamente, reinventarse como ciudadanos del Occidente blanco -en palabras de Herzl, como una «muralla de Europa contra Asia». La visión de Brit Shalom de reconciliación y cooperación con la población indígena era impensable para la mayoría de los sionistas, porque consideraban a los árabes de Palestina como ocupantes ilegales de la tierra sagrada judía. Y, como dijo Ben-Gurion, «no queremos que los israelíes sean árabes. Es nuestro deber luchar contra la mentalidad levantina que destruye individuos y sociedades». En 1933, Brit Shalom se disolvió; un año después, Kohn abandonó Palestina desesperado, convencido de que el movimiento sionista iba rumbo a la colisión con los palestinos y la región.

El movimiento de Ben-Gurion también entró en colisión con quienes, como Kohn y Arendt, simpatizaban con la idea de un santuario cultural judío en Palestina, pero rechazaban la visión maximalista, excluyente y territorial del Estado asociada a la creación de Israel en 1948. Los críticos judíos de Israel que tenían sus raíces en el sionismo cultural de Magnes y Buber -o en el antisionista Partido Laborista Judío- fueron vilipendiados como herejes y traidores. En Our Palestine Question, Geoffrey Levin muestra cómo los críticos judíos estadounidenses de Israel fueron expulsados de las instituciones judías en las décadas posteriores a la formación del Estado.

Después de la guerra de 1948, la prensa judía estadounidense cubrió ampliamente, y en gran medida con simpatía, la difícil situación de los refugiados palestinos: Israel aún no había declarado que no readmitiría ni a un solo refugiado. «La cuestión de los refugiados árabes es un asunto moral que está por encima de la diplomacia», escribió en 1950 William Zukerman, editor del Jewish Newsletter. «La tierra que ahora se llama Israel pertenece a los refugiados árabes tanto como a cualquier israelí. Han vivido en ese suelo y han trabajado en él… durante mil doscientos años… El hecho de que huyeran presas del pánico no es excusa para privarles de sus hogares». Bajo la presión israelí, Zukerman perdió su trabajo como corresponsal en Nueva York del periódico londinense Jewish Chronicle. Arthur Lourie, cónsul general de Israel en Nueva York, se alegró de su despido: «un auténtico MITZVAH».

Zukerman no fue el único. En 1953, el rabino reformista estadounidense Morris Lazaron recitó una oración de expiación en el campo de refugiados de Shatila, en Beirut, declarando «hemos pecado» y pidiendo la repatriación inmediata de cien mil refugiados: como miembros de la «tribu de los pies errantes», dijo, los judíos debían estar con los refugiados de Palestina. El principal experto en EEUU sobre los refugiados palestinos, Don Peretz, trabajaba para el Comité Judío Estadounidense (AJC, por sus siglas en inglés). Tras la guerra de 1948, trabajó con un grupo cuáquero que distribuía alimentos y ropa a los palestinos desplazados que vivían bajo el régimen militar de Israel. Horrorizado al descubrir «una actitud hacia los árabes que se parece a la de los racistas estadounidenses», Peretz escribió un panfleto sobre los refugiados para el AJC. Los funcionarios israelíes respondieron intentando que le despidieran; Esther Herlitz, cónsul de Israel en Nueva York, recomendó que la embajada «considerara la posibilidad de cavarle una tumba» en el colegio judío de Pensilvania donde impartía clases.

Peretz no era un radical: simplemente quería crear lo que él llamaba «una plataforma desde la que expresar no sólo elogios de Israel, sino una preocupación crítica por muchos de los problemas en los que se ha visto envuelto el nuevo Estado», sobre todo el «problema de los refugiados árabes, la condición de la minoría árabe de Israel». En cambio, se encontró con un «ambiente emocional» que hacía «tan difícil crear una atmósfera para el debate libre como lo es hoy en el Sur hablar de relaciones interraciales».

Entre los episodios más esclarecedores relatados en el libro de Levin figura la campaña para desprestigiar la reputación de Fayez Sayegh, el principal portavoz palestino en EEUU en los años cincuenta y principios de los sesenta. Nacido en Tiberíades, «Sayegh comprendía perfectamente que cualquier coqueteo árabe con antisemitas empañaba su causa», escribe Levin, y por ello se mantenía alejado de los neonazis y otros activistas antijudíos que aparecían en su puerta. Unió fuerzas con un rabino antisionista, Elmer Berger, del American Council for Judaism, que ya se había establecido como crítico del sionismo en su libro de 1951, A Partisan History of Judaism, en el que atacaba al movimiento por abrazar «el decreto de separatismo de Hitler» y traicionar el mensaje universalista del judaísmo. Descrito por un activista pro-Israel como «uno de los polemistas más competentes que los judíos estadounidenses han tenido que contrarrestar», Sayegh era considerado especialmente peligroso porque no era fácil tacharlo de antisemita.

En sus esfuerzos por combatir a este aliado árabe de un rabino prominente, aunque controvertido, que nunca sucumbió a la retórica antisemita, los activistas sionistas se vieron obligados a inventar una nueva acusación: que el antisionismo era en sí mismo una forma de antisemitismo. La Liga Antidifamación desarrolló este argumento en un libro en 1974, pero, como muestra Levin, ya estaba en circulación veinte años antes. Sayegh acabó trasladándose a Beirut, donde se unió a la OLP. Y tras la Guerra de los Seis Días de 1967, la comunidad judía estadounidense sufrió lo que Norman Podhoretz denominó una «sionización completa». Como afirma Joshua Leifer en su nuevo libro, Tablets Shattered, la clase dirigente judía se volvió cada vez más «particularista, su retórica más contundente en su defensa del interés propio judío».

Ese establishment sigue ejerciendo influencia en las instituciones de poder y de enseñanza superior estadounidenses: la caída de Claudine Gay, la presidenta de Harvard, urdida por el multimillonario sionista Bill Ackman, es sólo un ejemplo. Como escribe Leifer, la aceptación acrítica del sionismo ha «engendrado una miopía moral» con respecto a la opresión de los palestinos por parte de Israel. Se refleja en el negacionismo del genocidio de los judíos estadounidenses que afirman que hay comida de sobra en Gaza y que la hambruna palestina es simplemente una forma de teatro.



Pero ha habido una minoría de judíos estadounidenses que se han resistido a esta miopía moral. Ha habido sucesivas oleadas de resistencia, provocadas por episodios anteriores de brutalidad israelí: la guerra del Líbano, la Primera Intifada, la Segunda Intifada. Pero la ola de resistencia más importante puede ser la que estamos viendo ahora de una generación de jóvenes judíos para quienes la identificación con un Estado explícitamente antiliberal y abiertamente racista, dirigido por un estrecho aliado de Donald Trump, es imposible de digerir. Como escribió Peter Beinart en 2010, el establishment judío pidió a los judíos estadounidenses que «comprobaran su liberalismo en la puerta del sionismo», sólo para descubrir que «muchos jóvenes judíos habían comprobado en cambio su sionismo».

El conflicto descrito por Beinart es antiguo. En 1967, I.F. Stone escribió:

Israel está creando una especie de esquizofrenia moral en el judaísmo mundial. En el mundo exterior, el bienestar de los judíos depende del mantenimiento de sociedades laicas, no raciales y pluralistas. En Israel, el judaísmo se encuentra defendiendo una sociedad en la que los matrimonios mixtos no pueden legalizarse, en la que los no judíos tienen un estatus inferior al de los judíos y en la que el ideal es racial y excluyente. Los judíos deben luchar en otros lugares por su propia seguridad y existencia, contra principios y prácticas que se están defendiendo en Israel.

Entre muchos jóvenes liberales judíos estadounidenses, esta contradicción ha resultado intolerable: Los estudiantes judíos han constituido un número inusualmente alto entre los manifestantes en los campus.

También han intentado desarrollar lo que Leifer denomina «nuevas expresiones de identidad y comunidad judías… sin ataduras al militarismo israelí». Algunos, como Leifer, expresan su afinidad con el judaísmo tradicional, incluso ortodoxo, por su distancia del liberalismo del todo vale del judaísmo estadounidense, aunque deploren los abusos de Israel contra los DDHH. Los más radicales han adoptado un «nacionalismo blando de la diáspora», renegando de cualquier vínculo con Israel, proclamando su apoyo al Movimiento por el Boicot, Desinversión y Sanciones y abrazando los símbolos de la lucha palestina. A Leifer le preocupa que algunos judíos no hayan criticado los atentados del 7 de octubre. Les acusa de «insensibilidad hacia las vidas de otros judíos, cuyos antepasados huyeron al asediado e incipiente Estado judío, en lugar de a EEUU».

La fría respuesta a los sucesos del 7 de octubre que críticos como Leifer consideran tan inquietante, sobre todo cuando la expresan judíos de izquierdas, puede que no refleje tanto insensibilidad como un acto consciente de desafiliación, engendrado por la vergüenza y un sentimiento de complicidad no deseada con un Estado que insiste en la lealtad de los judíos de todo el mundo, así como un repudio de la afirmación del movimiento sionista de que los judíos constituyen un pueblo único y unido con un destino compartido. El libro de Leifer es una crítica de la prisión judía, escrita desde dentro de sus muros: la «renuncia» a Israel, insiste, es imposible porque pronto contendrá a la mayoría de los judíos del mundo, «una revolución en las condiciones básicas de la existencia judía». Quienes dan prioridad a su pertenencia a una comunidad laica más amplia intentan liberarse por completo de la prisión, aun a riesgo de ser excomulgados como «no judíos». Para estos escritores y activistas, muchos de ellos reunidos en torno a la revista Jewish Currents y la organización activista Jewish Voice for Peace, la fidelidad a los principios del judaísmo ético les exige adoptar lo que Krakotzkin denomina «la perspectiva de los expulsados», que desde 1948 son palestinos, no judíos.

«No hemos conocido a ningún Einstein, ni a Chagall, ni a Freud o Rubinstein que nos protejan con un legado de logros gloriosos», escribió Edward Said sobre los palestinos en 1986. «No hemos tenido ningún holocausto que nos proteja con la compasión del mundo. Somos los «otros» y los opuestos, un defecto en la geometría del reasentamiento y el éxodo. Los palestinos siguen siendo los «otros» en el cálculo moral de EEUU y las potencias occidentales, sin cuyo apoyo Israel no habría podido llevar a cabo su ataque a Gaza. Pero ahora pueden invocar su propio genocidio, y aunque tal vez aún no les ofrezca protección, ha contribuido en gran medida a disminuir el ya erosionado capital moral de Israel. Los reclamos palestinos sobre la tierra y la justicia, ya arraigados en la conciencia del Sur Global, han logrado avances extraordinarios en la del Occidente liberal, así como en la de los judíos estadounidenses, en gran parte gracias a Said y otros escritores y activistas palestinos. El nacimiento de un movimiento global en oposición a la guerra de Israel en Gaza y en defensa de los derechos de los palestinos es, al menos, una señal de que Israel ha perdido la guerra moral entre la gente de conciencia.

Si bien la causa palestina está unida a la justicia internacional, a la solidaridad entre los pueblos oprimidos y a la preservación de un orden basado en reglas, el atractivo de Israel se limita en gran medida a los judíos religiosos, la extrema derecha, los nacionalistas blancos y los políticos demócratas de una generación anterior como Joe Biden, que advirtió sobre un «aumento feroz» del antisemitismo en EEUU tras las protestas, y Nancy Pelosi, que afirmó detectar un «matiz ruso» en ellas. Cuando el fundador de los Proud Boys, Gavin McInnes, y el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, llegaron al campus de Columbia en Nueva York para defender a los estudiantes judíos de los manifestantes «antisemitas» (entre ellos judíos que celebraban el séder de liberación), parecían haber convocado una reunión el 6 de enero. A pesar de todas sus afirmaciones de aislamiento en un mar de simpatía por Palestina, los partidarios judíos de Israel, al igual que el propio Estado, tienen poderosos aliados en Washington, en la administración y en los consejos universitarios.

Las reacciones excesivas y militarizadas ante los campamentos en Columbia, UCLA y otros lugares, junto con las furiosas respuestas de los gobiernos británico, alemán y francés a las manifestaciones en Londres, París y Berlín, son una medida de la creciente influencia del movimiento. Como dijo Régis Debray, «la revolución revoluciona la contrarrevolución». Un desarrollo preocupante para cualquiera que se preocupe por la libertad de expresión y la libertad de reunión, la erradicación de los campamentos de solidaridad por parte de la policía fue un recordatorio de que la retórica de los «espacios seguros» puede prestarse fácilmente a la captura de la derecha. El proyecto de ley sobre antisemitismo aprobado recientemente en la Cámara de Representantes de EEUU amenaza con sofocar el discurso propalestino en los campus estadounidenses, ya que las administraciones universitarias podrían ser responsables de no hacer cumplir la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para la Memoria del holocausto, que combina antisionismo y antisemitismo.

Al igual que las medidas anti-BDS adoptadas por más de treinta estados, la Ley de Concientización sobre el Antisemitismo es una expresión de lo que Susan Neiman, al escribir sobre la supresión del apoyo a los derechos palestinos por parte de Alemania, ha llamado «macartismo filosemítico», y casi con certeza conducirá a más antisemitismo, ya que trata a los estudiantes judíos como una minoría privilegiada cuyos sentimientos de seguridad requieren una protección legal especial. El hecho de que la amenaza del antisemitismo esté siendo utilizada como arma por evangélicos de derechas que, de otro modo, han hecho causa común con los nacionalistas blancos y los verdaderos antisemitas, mientras los políticos demócratas liberales asienten, no hace sino aumentar la naturaleza irreal del debate en EEUU.

Después de que un policía de la ciudad de Nueva York quitara una bandera palestina en el City College y la reemplazara por una bandera estadounidense, el alcalde Eric Adams dijo: «Cúlpenme por estar orgulloso de ser estadounidense… No vamos a renunciar a nuestra forma de vida». Esto fue, por supuesto, una expresión ridícula de xenofobia, y es difícil imaginar a Adams, o a cualquier político estadounidense, haciendo tal comentario sobre quienes ondean la bandera ucraniana. (La policía de Nueva York filmó la limpieza del campus de Columbia para un vídeo promocional, como si se tratara de una redada antiterrorista). Pero es indicativo del racismo informal, a menudo mezclado con prejuicios antimusulmanes y antiárabes, desde hace mucho tiempo dirigido contra los palestinos.

A Edward Said lo llamaban el «profesor del terrorismo» y, al Departamento de Estudios de Oriente Medio de Columbia, «Birzeit on the Hudson». Bari Weiss, la excolumnista del New York Times que se ve a sí misma como una «guerrera de la libertad de expresión», se fogueó como estudiante en Columbia tratando que despidieran a miembros de la facultad para Oriente Medio. La campaña contra los académicos palestinos, que ayudó a sentar las bases intelectuales para el ataque a los campamentos, es instructiva. Arafat se equivocó cuando dijo que la mayor arma de los palestinos es el útero de la mujer palestina: es el conocimiento y la documentación de lo que Israel le ha hecho y le está haciendo al pueblo palestino. De ahí el saqueo por parte de Israel del Centro de Investigación Palestina durante la invasión del Líbano en 1982 y los ataques a profesores que podrían arrojar luz sobre una historia que algunos preferirían suprimir.

¿Parte de la retórica en las universidades estadounidenses ha desembocado en antisemitismo? ¿Han sido intimidados, física o verbalmente, algunos partidarios judíos de Israel? Sí, aunque el alcance del acoso antijudío sigue siendo desconocido y controvertido. También está la cuestión, como escribe Shaul Magid en The Necessity of Exile, de si «el paraguas único del antisemitismo» describe mejor todos estos incidentes. «¿Qué es el antisemitismo si ya no va acompañado de opresión?», pregunta Magid. «¿Qué constituye antisemitismo cuando los judíos son en realidad los opresores?»

En medio de toda la atención sobre la creciente vulnerabilidad judía, ha habido poca discusión sobre la vulnerabilidad de los estudiantes palestinos, árabes y musulmanes, y mucho menos una comisión académica o un proyecto de ley político para abordarla. A diferencia de los judíos, tienen sencillamente que demostrar su derecho a estar en el campus. Los palestinos -particularmente si participan en protestas- corren el riesgo de ser vistos como «intrusos», infiltrados de una tierra extranjera. En noviembre pasado, un fanático racista disparó contra tres estudiantes palestinos que visitaban a sus familiares en Vermont; uno de ellos quedará paralizado de por vida. Biden no respondió a este u otros ataques contra los musulmanes diciendo que «el silencio es complicidad», como hizo respecto del antisemitismo.

De hecho, fue el rechazo al silencio, el rechazo a la complicidad, lo que llevó a estudiantes de todos los orígenes a salir a las calles a protestar, con un riesgo mucho mayor para su futuro que durante las protestas de 2020 contra los asesinatos policiales. La oposición al racismo contra los negros es abrazada por la élite liberal; la oposición a las guerras de Israel contra Palestina no lo es. Se enfrentaban al doxxing, al desprecio de la administración universitaria, a la violencia policial y, en algunos casos, a la expulsión. Destacados bufetes de abogados han anunciado que no contratarán a estudiantes que hayan participado en los campamentos.

El establishment político y la prensa dominante se mostraron en gran medida desdeñosos. Los comentaristas liberales menospreciaron a los estudiantes como «privilegiados», aunque muchos de ellos, particularmente en las universidades estatales, provenían de entornos pobres y de clase trabajadora; las protestas, afirmaron algunos, tenían que ver en última instancia con EEUU, no con Oriente Medio. (Se trataba de ambas cosas). Los manifestantes también fueron acusados de hacer que los judíos se sintieran inseguros con sus denuncias ritualizadas del sionismo, de grandilocuencia, de involucrarse en una fantasía de rebelión al estilo de 1968, de ignorar las crueldades de Hamás o incluso justificarlas, de romantizar la lucha armada en sus llamamientos a «globalizar la intifada», de estar poseídos por un fervor maniqueo que los cegaba ante las complejidades de una guerra que involucraba a múltiples partes, no sólo a Israel y Gaza.

Por supuesto, hay algo de verdad en estas críticas. Al igual que «desfinanciar a la policía», «del río al mar» es atractivo por su absolutismo, pero es también peligrosamente ambiguo, combustible para adversarios de derecha que buscan evidencia de llamamientos a un «genocidio» contra los judíos. Y hubo, como siempre hay, una dimensión teatral en las protestas: algunos estudiantes se imaginaban a sí mismos como parte del mismo drama que se desarrollaba en Gaza, confundiendo la limpieza brusca de un campamento (‘zonas liberadas’) con la destrucción violenta de un campo de refugiados. Pero los ataques contra los manifestantes -ya fuera por «privilegio», supuesta hostilidad hacia los judíos o fanatismo- no eran una descripción justa de un movimiento de base amplia que incluye a palestinos y judíos, afroamericanos y latinos, cristianos y ateos.

A pesar de todos sus errores, los estudiantes llamaron la atención sobre cuestiones que parecían eludir sus detractores: la obscenidad de la guerra de Israel contra Gaza; la complicidad de su gobierno al armar a Israel y facilitar la matanza; la hipocresía de la afirmación de EEUU de defender los DDHH y un orden internacional basado en reglas mientras le da carta blanca a Israel; y la urgente necesidad de un alto el fuego. Tampoco se sintieron intimidados por la grotesca comparación que hizo Netanyahu de las protestas con las movilizaciones antijudías en las universidades alemanas en la década de 1930 (donde nadie celebraba séders). Si Trump gana, se les culpará, junto con los votantes árabes y musulmanes que no se decidan a votar por un presidente que armó a Bibi, pero merecen reconocimiento por movilizar apoyo para un alto el fuego y por ayudar a cambiar la narrativa sobre Palestina.

La destrucción de Gaza será tan formativa para ellos como lo fueron para las generaciones anteriores las luchas contra la guerra de Vietnam, el apartheid en Sudáfrica y la guerra de Iraq. Su imagen de una niña asesinada por un Estado genocida no será la de Ana Frank, sino la de Hind Rajab, la niña de seis años martirizada por el fuego de un tanque israelí mientras estaba sentada en un coche pidiendo ayuda, rodeada de los cuerpos de sus familiares asesinados. Cuando cantan «Todos somos palestinos», les mueve el mismo sentimiento de solidaridad que llevó a los estudiantes en 1968 a corear «Nous sommes tous des juifs allemands» después de que el líder estudiantil judío alemán Daniel Cohn-Bendit fuera expulsado de Francia. Se trata de emociones de las que ningún grupo de víctimas puede seguir siendo para siempre el beneficiario privilegiado, ni siquiera los descendientes de los judíos europeos que perecieron en los campos de exterminio.

Como ha argumentado el historiador Enzo Traverso, una versión particular de la conmemoración del holocausto, centrada en el sufrimiento judío y la fundación «milagrosa» de Israel, ha sido una «religión civil» en Occidente desde los años 1970. Los habitantes del Sur Global nunca han sido feligreses de esta iglesia, sobre todo porque se la ha vinculado a una defensa refleja del Estado de Israel, descrito en Alemania como Staatsräson. Para muchos judíos, inmersos en la narrativa sionista de la persecución judía y la redención israelí, y alentados a que piensen que 1939 podría estar a la vuelta de la esquina, el hecho de que la mayoría de la gente vea a los palestinos, no a los israelíes, como lo fueron alguna vez los propios judíos: como víctimas de opresión y persecución, como refugiados apátridas, es sin duda un shock. Su reacción, naturalmente, es desviar la conversación nuevamente al holocausto o a los acontecimientos del 7 de octubre. Estas ansiedades no deben descartarse. Pero, como escribió James Baldwin a finales de los años 1960, «uno no desea… que un judío estadounidense le diga que su sufrimiento es tan grande como el sufrimiento del negro estadounidense». No lo es, y uno sabe que no lo es por el mismo tono en que te asegura que lo es.

La pregunta es cómo, en todo caso, estos movimientos pueden ayudar a poner fin a la guerra en Gaza, a poner fin a la ocupación y a la matriz represiva de control que afecta a todos los palestinos, incluidos los ciudadanos palestinos de Israel, que constituyen una quinta parte de la población. Si bien la justicia de la causa palestina nunca ha disfrutado de un reconocimiento más amplio o más universal, y el movimiento BDS (vilipendiado como «antisemita» y «terrorista» por los defensores de Israel) nunca ha atraído un apoyo comparable, el propio movimiento nacional palestino se encuentra en un caos casi total. La Autoridad Palestina (AP) es una autoridad sólo de nombre, un virtual gendarme de Israel, vilipendiada y burlada por quienes viven bajo ella. Ha sido incapaz de proteger a los palestinos en Cisjordania de la ola de ataques de colonos supremacistas y violencia militar que ha matado a 500 palestinos en los últimos ocho meses y ha conseguido robar más de 37.000 acres de tierra, una creciente Gaza-ficicación. Los palestinos dentro de Israel están bajo intensa vigilancia, siempre en riesgo de ser acusados de traición y abandonados a merced de las bandas criminales que tiranizan cada vez más a las ciudades árabes.

El futuro de Gaza se presenta aún más sombrío, incluso en el caso de una tregua o un alto el fuego a largo plazo. «Gaza 2035″, una propuesta distribuida por la oficina de Netanyahu, la contempla como una zona de libre comercio al estilo del Golfo Pérsico. Jared Kushner tiene el ojo puesto en desarrollos frente a la playa y la derecha israelí está decidida a restablecer los asentamientos. En cuanto a los supervivientes del ataque de Israel, el politólogo Nathan Brown predice que vivirán en un «supercampo» donde, según escribe en Deluge, se abordará una colección de ensayos sobre la guerra actual, «la ley y el orden… -si es que se aborda- por comités de campo y grupos autodesignados». Y añade: «Esto parece menos el día después de un conflicto que un largo crepúsculo de desintegración y desesperación».

La desintegración y la desesperación son, por supuesto, las condiciones que alientan el «terrorismo» que Israel dice estar combatiendo. Y sería fácil para los supervivientes de Gaza sucumbir a esta tentación, sobre todo porque no se les ha dado ninguna esperanza de una vida mejor, mucho menos de un Estado, sólo sermones sobre la razón por la que deberían convertir la Franja en el próximo Dubai en lugar de construir túneles.

Durante los últimos ocho meses, Palestina se ha convertido para la izquierda estudiantil estadounidense y británica en lo que Ucrania es para los liberales: el símbolo de una pura lucha contra la agresión. Pero, así como los admiradores de Zelensky ignoran los elementos antidemocráticos del movimiento ultranacionalista, los partidarios de Palestina tienden a pasar por alto la brutalidad de la AP contra sus críticos palestinos. Como escribió Isaac Deutscher, si bien «el nacionalismo de los explotados y oprimidos» no puede «colocarse en el mismo nivel moral y político que el nacionalismo de los conquistadores y opresores», «no debe ser visto acríticamente».

En The Hundred Years’ War on Palestine (2020), Rashid Khalidi escribe que cuando el activista paquistaní Eqbal Ahmad visitó las bases de la OLP en el sur del Líbano, «regresó con una crítica que desconcertó a quienes le habían pedido consejo. Aunque en principio era partidario de la lucha armada contra regímenes coloniales como el de Argelia… cuestionó si la lucha armada era el curso de acción correcto contra el adversario particular de la OLP, Israel»; según Ahmad lo veía, «el uso únicamente de la fuerza» fortalecía un sentimiento preexistente y generalizado de victimismo entre los israelíes, al tiempo que unificaba a la sociedad israelí, reforzaba las tendencias más militantes del sionismo y reforzaba el apoyo de actores externos. Ahmad no negó el derecho de los palestinos a participar en la resistencia armada, pero creía que debía practicarse de manera inteligente: crear divisiones entre los judíos israelíes con quienes en última instancia habría que llegar a un acuerdo, una nueva exención liberadora basada en la coexistencia, el reconocimiento mutuo y la justicia.

Hoy es difícil imaginar una alianza entre palestinos y judíos israelíes progresistas como la que se produjo durante la Primera Intifada. Todavía existen grupos que persiguen una acción conjunta entre palestinos e israelíes, pero son menos que nunca y están profundamente asediados: defensores del binacionalismo esbozado por figuras tan diversas como Judah Magnes y Edward Said, Tony Judt y Azmi Bishara, prácticamente han desaparecido. Sin embargo, uno se pregunta qué habría pensado Ahmad de la espectacular incursión de Hamas el 7 de octubre, un atrevido asalto a bases israelíes que derivó en la muerte de soldados y colonos sionistas. Su impacto a corto plazo es innegable: la Operación Tormenta de Al-Aqsa devolvió la cuestión de Palestina a la agenda internacional, saboteando la normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudí, destrozando tanto el mito de una ocupación sin coste alguno como el mito de la invencibilidad de Israel.

Pero sus arquitectos, Yahya Sinwar y Mohammed Deif, parecen no haber tenido ningún plan para proteger al propio pueblo de Gaza de lo que vendría después (o quizás el fin, que puede ser el fin del régimen israelí, justificaba los medios). «Mañana será diferente», prometió Deif en su comunicado del 7 de octubre. Estaba en lo cierto. Pero esa diferencia -después de la exuberancia inicial provocada por la fuga de la prisión al aire libre- puede verse ahora en las ruinas de Gaza.

Ocho meses después del 7 de octubre, Palestina sigue bajo las garras y a merced de un Estado judío furioso y vengativo, cada vez más comprometido con su proyecto de colonización y desdeñoso de las críticas internacionales, que controla a un pueblo que se ha transformado en extraños en su propia tierra o supervivientes indefensos, a la espera de la próxima entrega de raciones. La autodenominada nación emergente ha aprovechado sus armas de vigilancia para lograr acuerdos lucrativos con dictaduras árabes y ofrece entrenamiento contrainsurgente a los escuadrones de policía visitantes, pero su militarismo instintivo no deja espacio para nuevas iniciativas. Israel no puede imaginar un futuro con sus vecinos o sus propios ciudadanos palestinos en el que ya no dependa de la fuerza.

El «Muro de Hierro» no es simplemente una estrategia de defensa: es la zona de confort de Israel. La arriesgada política de Netanyahu con Irán y Hizbolá es más que un intento de permanecer en el poder; es una extensión clásica de la política de «defensa activa» de Moshe Dayan. La violencia no cesará a menos que EEUU interrumpa el suministro de armas y obligue a Israel a actuar diplomáticamente. No es probable que esto suceda pronto: el terrorista Netanyahu se dirigirá al Congreso de EEUU el 24 de julio, después de recibir una empalagosa invitación bipartidista para compartir su «visión para defender la democracia, combatir el terrorismo y establecer una paz justa y duradera en la región».

El tímido llamamiento de Biden a un alto el fuego ha encontrado otro rechazo humillante por parte de Netanyahu, quien sabe que Biden no está dispuesto a suspender la ayuda militar ni a observar ninguna de sus propias «líneas rojas». Pero el movimiento de los campamentos universitarios y la creciente disidencia entre los líderes demócratas progresistas, desde Rashida Tlaib hasta Bernie Sanders, presagian un futuro en el que Washington quizás ya no proporcione armas ni cobertura diplomática para los crímenes de Israel. Queda por ver si los palestinos podrán conservar sus tierras hasta ese día frente a los colonos fanáticos y limpiadores étnicos que han capturado el Estado de Israel.

Adam Shatz

Fuentes

El Estado de Israel contra los judíos 
por Sylvain Cypel , traducido por William Rodarmor .
Otra prensa, 352 págs., £24, octubre de 2022, 978 1 63542 097 5

¿Deux peuples pour un état?:  Relire l’histoire du sionisme 
de Shlomo Sand .
Seuil, 256 págs., £20, enero, 978 2 02 154166 3

Nuestra cuestión palestina:  Israel y la disidencia judía estadounidense, 1948-78 
por Geoffrey Levin .
Yale, 304 págs., £25, febrero, 978 0 300 26785 3

Tablillas destrozadas:  el fin de un siglo judío estadounidense y el futuro de la vida judía 
por Joshua Leifer .
Dutton, 398 págs., £28,99, agosto, 978 0 593 18718 0

La necesidad del exilio:  ensayos desde la distancia 
de Shaul Magid .
Ayin, 309 págs., £16,99, diciembre de 2023, 979 8 9867803 1

Diluvio:  Gaza e Israel de la crisis al cataclismo 
editado por Jamie Stern-Weiner . O Books, 336 págs., £17,99, abril, 978 1 68219 619 9



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