Yo también he sido racista. No soy ajena al mundo en el que crecí.
Empezando conmigo misma, reconozco que lo que más odiaba de mi físico era aquello que me recordaba mi afroascendencia. Odiaba mi piel, mis labios y, sobre todo, ese pelo que me hacía receptora de mil comentarios hirientes al día. Ese pelo que, aún así, me negaba a desrizar y, cuanto más grande se hacía mi resistencia, más crecía también el reto de echar abajo mi voluntad y demostrarme, química mediante, cómo blanqueando mi imagen estaría mucho más bonita.
Siempre supe que era un error. Desde el momento en el que, con catorce años, me ganaron los complejos y la insistencia ajena. Pero no pude superar mis propias ganas de ser aceptada. Aceptación que nunca llegó, porque, por muy buenos productos que usara, el experto ojo cubano enseguida distinguía que mi pelo sería bonito, pero no bueno “de verdad”. Y volvía a caer en un bucle donde, hiciera lo que hiciera, yo siempre tendría el pelo malo y sería señalada por negra, con todo lo que implica.
Así que seguí siendo racista hasta que, hace muchos menos años de lo que me gustaría, empecé a aceptar nuestra belleza. Y digo nuestra porque no sólo mi pelo y mis labios me parecían feos; también los de cualquier afrodescendiente.
Me recuerdo pensando que algunas personas se veían mucho mejor cuanto más blancas intentaban parecer. No sólo no me chirriaba, sino que incluso compartía opiniones del tipo “es negro, pero elegante”.
Me recuerdo escribiendo historias donde los protagonistas eran siempre blancos, como en los libros que leía. Por suerte, también me recuerdo preguntándole a mi madre por qué tenían que ser siempre blancos, y ella me explicó en qué consiste el ideal de belleza y la falta de referentes, y me animó a que mis protagonistas fueran como yo quisiera. A lo mejor suena ridículo, y sirva de atenuante que tendría unos diez años, pero hubo que explicármelo. Era algo que para mí, simplemente, no existía hasta entonces. Después de todo, yo vivía en un mundo donde la palabra “negro” iba siempre unida a adjetivos como feo, bruto y delincuente. Nunca la valiente protagonista de un cuento infantil. Y, por seguir admitiendo mi racismo, reconozco que, por más que me esforcé, el personaje más racializado que conseguí tras esta revelación fue una niña con la piel muy clara y tres ricitos insignificantes.
Me recuerdo pensando que se burlarían de mí si tenía un novio negro.
Me recuerdo riéndome de chistes racistas.
Me recuerdo consumiendo pasivamente y, hasta disfrutando sin que nada alterara mi paz, todo tipo de mensajes negativos: libros, series y películas, donde somos malos, vulgares, vagos, tontos, pobres, hipersexualizados, o, en el mejor de los casos, el personaje gracioso que va detrás de los blancos lamiéndoles el culo. Era sólo entretenimiento, sin mala intención.
Me recuerdo comprando el argumento blanco de que cada cual llegará a donde pueda en función de sus propios méritos, no del color de la piel. Y no fue la única parte del argumento que compré: también me quedé con aquello de que los espacios no mixtos son ridículos e innecesarios, y con la idea de que los movimientos de visibilización, del tipo “mes de la Historia Negra”, no tenían ningún sentido, porque las cosas son importantes en sí mismas y no por quién las hace. Ja, ja.
Me recuerdo pensando que hay “cosas de negros” y “cosas de blancos”. Y sintiéndome mal cuando yo misma no encajaba en el papel que me correspondía, porque se me daba mucho mejor sacar buenas notas que bailar.
Me recuerdo pensando que yo no era racista, y negándolo rotundamente cuando me lo señalaban.
Que la vida me haya dado los palos necesarios (y puede que alguno extra) para hacerme cambiar de opinión, no significa que me olvide de todos mis prejuicios anteriores. Es la única forma de no volver a caer en ellos. ¿Y sabes qué? Me perdono.
Mi primera reacción era siempre sentirme culpable por no haberme dado cuenta antes de lo equivocada que estaba. Como si hubiera nacido con un chip de conciencia superior que me permitiera identificar desde pequeña todas las presiones a las que nos somete el racismo. Aprendí a perdonarme cuando entendí que no lo pude haber hecho de otra manera, porque es muy difícil renunciar a lo que siempre se ha vendido como lo normal y lo correcto.
¿Y ahora, qué?
Ahora soy la borde que le da un manotazo a cualquiera que intenta tocarme el pelo. La que se pinta los labios de rojo y se limpia el culo con la gente que se burla diciendo que parece el culo de un mono. La que escribe lo que le da la gana. La que le dijo a un viejo putero que se sorprendió de que, siendo negrita, no quisiera acostarme con él, que lo iba a matar a puñaladas. Probablemente ilegal, pero muy disuasorio.
Ahora “estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”. Ya era hora.
Sara Tiyá