Creo que es necesario hablar de nosotras y de la familia. Del destierro y del arraigo, de cómo nos arrancan y dejan nuestras raíces al aire, de cómo nos violentan con su continua nostalgia.
En el imaginario colectivo de la familia el pilar principal es el sentido de pertenencia. Somos propiedad de nuestra familia, también pretendemos que la familia sea nuestra propiedad, aunque trabajamos constantemente para liberarnos.
Literalmente, nos escapamos, nos escondemos o abandonamos. Es así como se concibe desde ese núcleo, cuando nosotras nos proclamamos únicas soberanas sobre nuestro cuerpo y nos convertimos en repudiadas. La invisibilización es el arma principal del repudio, de pronto nunca exististe.
Pero a las repudiadas no se nos borra el recuerdo, también tenemos el olor de nuestra madre metido en la nariz, también tenemos el deseo de compartir lo que somos. Por eso nos maltratamos y sufrimos la lejanía, por eso después de irnos, casi siempre volvemos.
Pienso en todo lo que queremos ser y lo que queremos construir desde nuestra perspectiva decolonial, desde nuestra comunidad de cuidados, y pienso también en cómo nos pueden impedir ser y construir a través de la apropiación de nuestros cuerpos.
¿Cuántas veces nos hemos quedado en la familia? ¿Cuántas veces hemos retrocedido en nuestros deseos, en nuestras empresas -las de la vida, no las del capital-? ¿Cuántas veces nos hemos ocultado? Sobre todo, ¿cuántas veces hemos ocultado a nuestros amores? ¿Cuántas veces nos han invisibilizado? ¿Cuántas nosotras mismas hemos querido ser transparentes? ¿Cuánto más podremos soportar?
Somos las disidentes, las putas, las bolleras, las anarquistas, las desvergonzadas, las radicales, las egoístas. Todo en despectivo, como si nuestra existencia fuese despectiva y tuviésemos que desear nuestra muerte, ¿os dais cuenta? ¿Es así como se deben querer las familias? ¿En jerarquías de poder que delimitan que existencia es válida y cuál no?
Cuando voy a las casas familiares no puedo ser yo, para poder acercarme tengo que ocultar lo que realmente me conforma. No puedo compartir mi situación emocional, hablar sin prejuicios de mi ansiedad, mis depresiones, mis viajes, mis amantes ni la vida intensa junto a mis compañeras.
Todo debe ser pulido, diluido o edulcorado, en definitiva, reprimido. Todo porque no tienes una empresa de vida normativa, entonces solo se te puede castigar o ridiculizar, que es básicamente lo mismo.
Cuando un día te levantas, porque ese día llega, al igual que llegó aquél en el que cogiste la puerta, se te hace chantaje emocional, y tú empatizas con la familia porque eso sí que lo hemos aprendido bien.
Entonces, tú que estás segura de no creer en la institución familiar, tú que luchas contra la propiedad patriarcal que lo único que le importa es el control de nuestros coños, tú que crees en la soberanía de los cuerpos, que defiendes que el único puente es el afecto, miras a tu madre, piensas en la lapidación social que sufrirá y ahogas tu propia voz, una y otra vez.
Es así como poco a poco entiendes que en la familia normativa no tienes voz ni oportunidad de ser, simplemente no se te quiere o al menos no se te quiere bien. Pero, por suerte, las repudiadas, las bastardas, al final nos encontramos, nos reconocemos y nos abrazamos. Es entonces cuando creamos la oportunidad de construir otra familia, la disidente. La familia que hace de todas esas heridas, fortalezas. Una familia que se cuida sin pertenencia, desde el afecto pero también desde la liberación.
Tfarrah Mohamed Yesslem
Mujer Saharaui