Soy una sobreviviente: mi experiencia como mujer negra, afrocolombiana y migrante ha significado desafiar a la vida y enfrentar a la muerte. Una muerte acaecida en la forma de un puño y de excesos de violencia presentes en un país que ha llegado al extremo de glorificar las bombas y despreciar a sus muertos.
Esta nombrada muerte vino a mí, desde muy temprano, transfigurada en el rostro de un hombre negro enfermo de guerra, enfermo de estrés postraumático, enfermo de misoginia; un hombre negro preso en la cárcel de su idea de virilidad y masculinidad, un hombre negro preso del colonialismo.
Parece que todo el horror vivido no es suficiente para dignificarme: hoy me llaman resentida, me acusan de victimizarme, me sugieren que eso era lo que debía pasar, que sea positiva, que, después de todo, aquel hombre no ha de ser tan mala persona, ¿verdad? Yo intento, día a día, borrar cada detonación que atentó contra mi cuerpo, cada ultraje, cada insulto, cada vez que mi integridad de mujer negra fue amenazada de muerte por ese puño con voz grave y un corazón ignorante lleno de ira.
Era tan solo una niña viendo cómo su madre era golpeada hasta la sangre, hasta el púrpura, hasta el cansancio, hasta el terror profundo a la figura de un padre no deseado, a pesar de los “buenos momentos”. Era una niña navegando en círculos:
Una y otra vez.
Siempre bajo una vieja-nueva justificación y sin la intervención de nadie, porque “era un asunto privado”.
¿A-dolescente?: intenté ignorar y sobreponerme a las ofertas de abuso de los hombres negros que me menospreciaban y que no estaban dispuestos a ofrecerme una oportunidad en su área de juego sin “algo” de mí a cambio. Preferí mil veces el hambre cotidiana y el riesgo siempre presente de dormir bajo una noche sin techo, antes que sucumbir finalmente a la fantasía de dominación ciega e inconsciente.
Vino después la juventud. La universidad sólo intensificó mi percepción de la pobreza, ser la “única negra del curso” no ayudó mucho, ir a clases con el estómago vacío y una oferta de trabajo como modelo webcam, en definitiva, no ayudó mucho. Continuaba sin entender por qué la sociedad me insistía en la idea de que sólo con un hombre podría ser feliz, cuando mi madre, a causa de uno, había procurado incluso el suicidio.
Sucumbí al delirio de imaginar que un hombre blanco sería diferente, No lo fue. No lo fue el mestizo a quien sólo le interesó “saber cómo era hacerlo con una negra”. No fue mejor el europeo que llegó a señalarme de ser una “cualquiera en busca de dinero”. No lo fue el latino que me veía como “su negra”. Simplemente era patriarcado de otro color, de sabor eurocéntrico con relleno clasista.
Fue claro para mí entonces que no era el hombre negro, era el patriarcado, encarnado en la fuerza violenta de un hombre negro que sólo podía verme como un ser inferior: Me descubrí sola, lloré hasta convertirme en un río, contemplé el suicidio.
Todo me obligaba a callar, todos me obligaban a callar, resultaba mejor si escribía un poema, pero no uno de esos, tú sabes, tan lastimero, sino un verso sobre el amor y la vida. No servía un poema de sangre lleno de moretones, un poema de hambre no servía, un poema llamado abuso no servía. Debía ocultarlo todo tras la belleza del silencio, Me sentí frágil, odié la poesía. Todo mi cuerpo atado y mi voz atada y yo deseando saltar del barco al fondo del mar.
Todos insisten en decirme quién soy, qué es ser negra, cómo debo peinarme, qué tan fuerte se supone que soy o debo ser. Me hablan de resiliencia: yo sólo logro percibir el olor a Roma: romantización de la pobreza y el colonialismo patriarcal.
Ha llegado la adultez con una señal roja de advertencia que dice:
Aviso: cuida tu salud mental
Por primera vez en vida reí sobre los puños y los golpes en un taller sobre violencia de género junto a otras mujeres negras, descubrí que mi caso se multiplicaba en millones, que no era un “asunto privado” o “de pareja” sino una realidad de opresión profunda sobre la vida de las mujeres y particularmente sobre las vidas de las mujeres negras, cuyos cuerpos, inmersos en el capitalismo neoliberal, no logran superar el precio del dólar en el mercado.
La gente alrededor importuna: que me calle; piensan que exagero, que es puro mimimí que todo es perfecto o es karma. Yo insisto en que sin justicia no puede haber perdón ni olvido, que equidad no es sinónimo de cárcel o venganza pero que no estoy obligada a convivir con mi agresor para proteger el nombre de familia. Pregunto por la restitución y la reparación, me responden con la sistemática y repetida muerte de las mujeres negras, muchas de ellas, a manos de sus cónyuges negros.
Estoy cansada y siento que se hace tarde: Escucho a diario sobre cientos de mujeres que no logran sobrevivir, yacen muertas por la mano desquiciada de un hombre preso del colonialismo interno y del odio –psíquicamente interiorizado- hacia las mujeres negras. Si, lo sé, no son todos iguales; yo tengo un amigo, tengo dos, tengo tres amigos que son muy amables, son buenos hombres, jamás se atreverían a subestimar o a levantarle la mano…
Sigo caminando, sigo andando, mientras más me parece que ando nada avanzo pero continúo. Quiero creerlo, especialmente porque tengo dos hermanos de 18 y 12 años que están descubriendo lo que significa ser hombres, lo que significa hombres negros y lo que implica ser buenos hombres. Como ellos, hay millones que necesitan madres sanas que en su crianza no reproduzcan el patriarcado opresivo ni el machismo, necesitan estar seguros, no aislados y oprimidos, necesitan aprender que pueden llorar libremente sin sentirse “menos hombres”, necesitan despertar con respecto al hecho de que ser hombres no implica dominar ni destruir a la feminidad, necesitan aprender a Ser.
Es tan urgente que aquellos que pregonan con mi hijos no te metas pudieran ver hacia su interior y confrontar el hecho de que los más altos índices de violencia y sus más bajas formas se presentan en el hogar dulce hogar que ya desde hace muchos siglos se había convertido en el infierno de abusos del hombre hetero y patriarcal. Allí bajo el propio techo, o en las calles donde gobierna el hambre y el frío, no hay lugar seguro frente a una mente derruida en sus propios cimientos morales. Aquellos valores que pregonan haber perdido ante la amenaza del Otro-diferente, nunca existieron o tienen el mismo nombre de un niño esclavo vendido para el uso doméstico, la siembra de minas y la guerra; tienen el nombre de una niña quebrantada, de una mujer a quien todavía se le cuestiona su mayoría de edad, sus capacidades y se le regatean incluso las más básicas oportunidades de vida.
Sigo caminando, sigo andando, mientras más me parece que ando nada avanzo pero continúo (…)
Sikán Keïta
Profesora, escritora e investigadora en estudios étnicos, arte y afrodescendencia.
Colombia