*Entrevista a Cécile Kyenge, ministra italiana de integración. El País publicado el 16/01/2014 por Pablo Ordaz
Italia tiene un problema. Un problema feo. Tal vez el más feo de los problemas. Su ministra de Integración, Cécile Kyenge, una mujer de 49 años, madre de dos hijas, oftalmóloga de profesión, es acosada e insultada desde hace ocho meses con una violencia feroz, en la calle, en el Parlamento, en la prensa y en la televisión. Pero no por sus ideas políticas de centroizquierda. Ni siquiera por intentar que los hijos de los inmigrantes nacidos en Italia tengan derecho a la nacionalidad —el ius soli— o por exigir la abolición de una ley —la Bossi-Fini, aprobada por Silvio Berlusconi con sus socios xenófobos de la Liga Norte— que convierte automáticamente en delincuentes a los inmigrantes irregulares. No. Los responsables de la Liga Norte, bajo la mirada pasiva de buena parte de la política y de la sociedad italiana, comparan a la ministra Kyenge con un orangután, le lanzan plátanos o diseñan un plan de acoso sistemático simplemente porque es negra.
Pregunta. ¿Qué siente cuando escucha tantos y tan graves ataques racistas contra usted?
Respuesta. Está claro que hieren, pero la grandeza de cada uno de nosotros está en saber mirar por encima, de ver el futuro. Estoy convencida de que todos estos ataques no pretenden solo destruir a la persona, sino que quieren comprometer, poner en riesgo, el futuro de Italia, la sociedad del futuro. Si tengo claro que mi objetivo es el de la diversidad, entonces es posible superar todos estos momentos tan duros. Porque está claro que han sido siete u ocho meses muy difíciles, que han llegado a influir también sobre mi vida privada, pero jamás los ataques me han afectado tanto como para pensar en abandonar mis objetivos…
P. ¿Nunca? ¿No lo ha llegado a pensar? ¿Ni ante la reacción tibia de quienes tendrían que defenderla?
R. No, no vale la pena abandonar. Yo desde pequeña no me he distraído nunca del objetivo. Quería convertirme en médico e hice todo lo que tenía que hacer, incluyendo marcharme del país donde nací [la República Democrática del Congo], hasta que lo logré. En todas las decisiones que he tomado en la vida, por difíciles que fueran, tenía presente un objetivo, poniendo en el centro el respeto a los demás. Por eso, todo lo que ha pasado desde el momento de mi nombramiento —insultos, provocaciones— lo tomo como un intento de desviar la atención. Quieren distraerme del objetivo principal, que es hacer entender a la sociedad italiana que la diversidad es una riqueza, que no debemos tener miedo del otro. Los intolerantes quieren hacernos creer otra cosa, quieren confundirnos, pero debemos tener la fuerza de no permitir que nos confundan.
P. Usted decidió salir de Congo para buscar un futuro mejor y pensó que en Italia podía encontrarlo. ¿Se parece esta Italia que insulta a una ministra por ser negra, esta Europa donde crecen los populismos, a aquella de sus sueños?
R. Está claro que estoy viviendo momentos tan duros como jamás habría podido soñar. Pero no por eso puedo decir que Italia es racista, porque ninguno nace racista. Por eso es tan importante que atajemos todos esos factores externos de intolerancia que hacen apartarse a las personas de la vía de la convivencia y las hacen tomar la de la xenofobia. Tenemos que conseguir una Italia y una Europa mejor, y ese es precisamente el objetivo que estamos llevando adelante con la Declaración de Roma, la que hemos suscrito con otros 17 países para llegar a un pacto 2014-2020 contra la xenofobia, contra el racismo, por la multiculturalidad, para poner la diversidad al centro de todo.
P. Cuando trabajaba como médico, ¿también sufrió los comportamientos racistas?
R. Sí, al principio sí. Pero el rechazo se fue desvaneciendo a medida que la gente iba conociendo mi forma de relacionarme con ellos, mi profesionalidad. Mi ausencia de miedo. Esto es importante. No hay que tener ni prejuicios ni miedo.
P. ¿Tampoco ante las descalificaciones de la Liga Norte? La culpan de traer todos los males a Italia…
R. ¡Me culpan de tantas cosas! Pero, lejos de hacerme sentir débil, refuerzan mi identidad. Yo he elegido Italia para vivir, pero mi identidad es múltiple y me siento cómoda así. Me echan la culpa de ser negra, de ser mujer y de ser extranjera. Incluso de una cuarta cosa: de haber estudiado. ¡Y esta [exclama sonriendo] sí que es una culpa terrible! Porque según el estereotipo, debería estar en casa fregando y haciendo hijos. Que no lo haga les parece imperdonable.
P. Su prioridad es el derecho a la ciudadanía italiana de los hijos de los inmigrantes y la suspensión del delito de clandestinidad, pero una parte del Gobierno de coalición se opone. ¿Ha logrado algún paso adelante? ¿Cree que lo conseguirá?
R. Para mí la primera satisfacción es que no se ha tratado solo de una discusión política. Nunca como en estos ocho meses se ha hablado de esto en todos los sitios. Tanto en los bares como en el Parlamento se ha discutido sobre ciudadanía. Esa toma de conciencia por parte de todos nos llevará a entender que no es un tema que preocupa a la ministra, sino a toda la sociedad. Tenemos un millón de niños en Italia que todavía tienen problemas de integración, que se sienten discriminados desde la escuela. Y si nosotros queremos hacer un regalo a nuestros hijos, el mejor de todos es ayudarlos a crecer haciéndoles entender que todos somos iguales, que el único futuro posible es el de la igualdad de oportunidades. No es un regalo solo para los hijos de los inmigrantes.
P. ¿Cómo vivió la tragedia en Lampedusa, dónde la que perdieron la vida cientos de inmigrantes africanos?
R. Lo primero que pensé fue que sobre aquella barca podía haber estado yo. Podíamos haber estado cualquiera de nosotros. De hecho, una persona crece si logra ponerse de verdad en las dificultades, en la tragedia del otro. Si logramos vivirlo así, cambiará el modo en que construimos las leyes. Por eso le decía que hay que mirar a la política de la inmigración no como un favor, sino como una necesidad. Si me pongo en el lugar del otro y luego hago una ley contra los inmigrantes, es como si hiciese una ley contra mí mismo. Esta idea mía, puesta del revés, me acompaña también en los momentos difíciles, cuando me insultan y me atacan. Si esto me lo hacen a mí, se lo pueden hacer a cualquiera. Por eso, si queremos combatir el racismo o cualquier otro tipo de marginación, no hay más remedio que ponerse en el lugar de la persona que sufre. En la piel del otro.
P. Se habla mucho de la inmigración que llega de África, pero muy cerca de aquí, en Prato, junto a Florencia, hay cientos de chinos que viven prácticamente en la esclavitud, trabajando y viviendo en naves industriales por sueldos de miseria…
R. No solo sucede en Prato y no solo con los chinos. Lo fundamental del asunto es que tenemos que ser capaces de dar la oportunidad a esas personas de denunciar sus condiciones de esclavitud. Tenemos que informarles de cuáles son sus derechos. Darle la posibilidad de conocer la lengua, de hablarla, de poder denunciar. Por eso hay que invertir en la mediación cultural. Esto solo se puede conseguir si las personas tienen un estado jurídico bien definido. Una persona que vive en la invisibilidad es una persona que cae en las manos de la criminalidad organizada. Por eso le digo que no se trata solo de Prato. Son muchos otros los lugares bajo un común denominador: son invisibles… Por eso, si una persona no tiene permiso de residencia, la estamos arrojando al pozo de la invisibilidad. Hay que darles posibilidades incluso de volver a su país de origen —una opción que muchos están pidiendo— o de ofrecerle una ruta de integración distinta, pero jamás arrojarlos a la ilegalidad. Hacer salir a la gente de la invisibilidad es además un instrumento potentísimo contra la criminalidad organizada. Hay que salvar a las personas débiles de las manos de quienes las están explotando.