A veces de esto que me da por pensar, así, en cualquier lado en mitad de la vida. Me paro, observo la situación. Reflexiono.
Bueno ¿qué movida mental se le habrá ocurrido ahora? Estaréis pensando. Pues así, ayer, sin venir muy a cuento, me di de bocas contra una realidad que me hizo reflexionar acerca de mis privilegios como mujer blanca-europea y un sinfín más de adjetivos que me acompañan como complemento intrínseco cuando camino por la calle. Que no puedo liberarme del traje de mujer es una realidad; pero junto a esa otras muchas que no sólo tienen que ver con mi género, sino con mi raza y aspecto físico. Vivo en un país en el que la gente sabe que soy extranjera sólo con que abra la boca y pronuncie mi primer hello con ese deje castellano que me recuerda tiernamente a las jotas arrastradas de la mijina de mi pueblo. Cuando la pregunta se formula en torno a de dónde soy, en la cabeza de la interlocutora no se forma una imagen exótica ni lejana; como mucho, será griega, la región más al este de la Europa de los blanquitos. No sé si me explico.
El caso es que el ayer estaba en una sesión de coaching para una empresa. Tampoco tendría nada de especial, la verdad. Pero de repente, me di cuenta de algo. Quizá de lo que me di cuenta fue de que era la primera vez que pasaba; así de esto que sabes que nunca lo has vivido aunque puede que ni siquiera seas consciente de saberlo. Era la única blanca. Y literal, porque mi color de piel parece resultado de un baño en lejía al nacer, lo cual resulta llamativo incluso para mi estrato. Pero el caso es que no había nadie más con un tono de piel blanco. No sé cómo explicarlo porque puede que el simple hecho de ser consciente sea resultado de una construcción con sesgo racial basada en la supremacía de ciertos colores de piel sobre otros. Me sentía mucho más tranquila, relajada y confiada que si el coaching hubiera sido un hombre blanco y con ojos azules (que me provocan reacciones contrarias). Pienso en ello, estuve pensando en ello todo el rato, y entonces llegué a la conclusión que ya me he planteado millones de veces: joder, sólo es un rasgo físico más. No sé, mi hermana es morena de piel, yo soy mucho más blanca y ser negra no es más que una pigmentación más.
Of course. Ahora bien. Hay más. Hay más porque somos seres culturales y ahí aflora -y radica- nuestra vulnerabilidad. Hay cultura, y hay una historia. Lo que somos, ese traje que no nos podemos quitar ante el mundo, arrastra una construcción cultural detrás que tiene un significado. Por eso es una debilidad; porque los juicios de valor que se establecen ante estos conceptos; machismo con respecto al género, racismo con respecto a la raza, xenofobia con respecto a la procedencia, nos condicionan a la hora de ser en el mundo. Pero también ahí radica nuestra fuerza. Porque, en esos límites en los que el opresor no entra; en esas grietas de lo heteronormativo en las que nos podemos esconder las que no cabemos en los trajes confeccionados de modelo social; es ahí donde compartimos desigualdad con respecto a lo dominante, donde podemos aliarnos y sentirnos seguras. Y, mientras se construye un mundo de hombres, patriarcal y combativo en el que ganarse el puesto no está asegurado y existen constantes luchas de poder; es en la retaguardia donde se puede construir seguridad, igualdad y confianza plena en la otra y en una misma.
Mientras escribo esto me viene a la cabeza ya, pero es que si tú te sientes segura, desde tu posición de mujer, asumiendo la desigualdad a la que te enfrentas en el mundo, en un entorno con personas negras; es porque tú también estás asumiendo que lo negro es inferior y por lo tanto, igual a tu desigualdad Puf. A ver, que paro. ¿Asumo? ¿Reafirmo? Puede ser, no creo que tenga que ser yo quien lo diga en este sentido. Sé lo que se vive como mujer, pero no sé lo que se vive como negra. El caso es que, como en el género, planteárselo ya es un paso, ¿no?. Plantearme porqué me siento segura en ese entorno más que en otro diferente. Hablando de los trajes que vestimos, soy consciente de que, sin abrir esa boca castellana que me delata, mi situación en el mundo es mucho más sencilla: nadie me presupone de fuera, porque mi color de piel es el aceptado socialmente aquí y en la conciencia capitalista. No hay opción de excluirme por mi tono de piel sin apenas conocerme; porque pertenezco a ese grupo que no sufre esa discriminación. Al igual que ser mujer me determina como imagen ante el mundo, lo hacen otros factores físicos que simplemente no nos planteamos porque no nos afectan. Punto.
De repente entró en escena otra actriz. Se llamaba Mara -aunque eso lo supe hoy- y había nacido desafiando a ese autobús estúpido que ha circulado recientemente por Madrid. Mara era mujer, transexual, negra y extranjera. Me di cuenta de que había llegado porque una de las otras chicas la fulminó completamente con la mirada. De arriba a abajo. A mi Mara me produce una auténtica admiración. Porque reluce cuando pasa, y porque me asombra los ovarios que ha tenido para destruir y tirar por tierra todas las desigualdades que nosotras hemos vivido. No se trata de despreciar realidades; pero soy consciente de que Mara no sólo se ha tenido que enfrentar al hecho de ser mujer en esta sociedad de machos; sino que lo ha hecho a construirla, a ser quien ha querido ser, a crearse en base a algo que, de por sí, está situado en un grado de inferioridad machista. Me siento pequeña ante su presencia porque yo me rompo muchas veces; pero es verla a ella, grandiosa y vibrante, y me sacude todas mis creencias.
No sé cómo narices rotas explicarlo. También me dí cuenta de cómo cada cual busca su espacio es esta sociedad de estratos de poder. Nos cuesta desafiar a la construcción social que nos ha sido asignada porque es más fácil relacionarse en el mundo con etiquetas establecidas por otros que nos designan y ayudan a determinarnos. A sentirnos más ¿seguras? dentro de la inseguridad que va intrínseca a ese puesto que ocupamos.
Y también me he dado cuenta de que, en esos estratos, aún no hay espacio para las personas transexuales. Menos para las mujeres. Porque sigue siendo un estrato que se asocia con-aunque parezca mentira- el carnaval, disfrazarse de otra, con un juego sin sentido al que mucha gente no da la menor importancia. Es motivo de risa, de chistes, de una discriminación que ni siquiera llegamos a entender porque no la concebimos. Es la discriminación del no ser tan siquiera reconocida. No existir socialmente. Y no me estoy inventando nada, porque aún hay personas que se atreven a decir que no existe, públicamente, y son apoyados por millones de personas. ¿Os acordáis de Amor, aquella concursante de Gran Hermano? Su paso por el programa fue una reivindicación en letras mayúsculas de sus derechos como mujer, que muchas personas confundieron con morbo y espectáculo.
Esto me recuerda que hace unos años vino a tocar a mi ciudad una artista transexual. Es una mujer luchadora, fuerte y maravillosa, y sus canciones son geniales. Y, en medio de la actuación, había gente que pasaba riendo, gente que hacía comentarios tránsfobos y un señor que dijo “No sé a quien quiere engañar, si es un tío”. Y ahí está precisamente el problema; que la gente no concibe que no quiere engañar a nadie. Que se muestra como es y como se siente. Cómo se vive: y ella se vive mujer. Que no es un disfraz ni una manera de ¿qué? ¿ganar más?¡¿ Tener más privilegios?! Perdona, no tendría sentido que para eso, lo hiciese en forma de mujer. Pero la sociedad enferma, ciega y heteronormativa no lo concibe porque sólo quiere seguir pensando en su forma racista, tránsfoba, xenófoba y patriarcal. ¿Sabes por qué? Porque así es más sencillo, no es necesario pensar ni replantearse nada. Así es más sencillo etiquetar, sentirse seguro dentro de una casilla, y poder entender bajo unos patrones establecidos que nos han contado.
Unos patrones en los que no se concibe a las personas transexuales.
Autora: Virginia Carballo Fernández
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Sexóloga, especializada en perspectiva de género y feminismo. Bióloga. Ciclista y viajera empapándome de diversidades.