Siempre me ha parecido interesante como el sonido de muchas palabras resulta particularmente hermoso. Oigo resiliencia, entropía, serendipia, y todas las endorfinas de mi piel salivan de placer.
La primera vez que escuché la palabra gueto tenía diez años. Me pareció innecesariamente fea, inapropiadamente ultrajante. Quizás porque iba acompañada de la imagen de cuatro señores con indumentaria a rayas, que me miraban a través de una cerca vallada. La tristeza que los envolvía cayendo como lluvia de cenizas, plasmaba perfectamente lo que sentí cuando escuché por primera vez gueto. No la volví a sentir hasta pasado quince años.
Caminando por el Raval de Barcelona, escuché a una señora ataviada con bufanda de imitación de piel de zorro y cuatro perlas gigantes coronando su cuello esbelto, decirle a una niña, que nunca más volviera a atreverse a meterse sola en un gueto como aquel; mientras la tironeaba alejándose a marcha rápida de lo que parecía ser la entrada al mismo purgatorio a juzgar por su cara.
De golpe, la imagen triste y premonitoria de aquellos cuatro hombres volvió a mi memoria. Pero ya no asociaba la fealdad de su sonido a todo lo que me rodeaba. Que sabrá la integración de pertenencia. Aquellas periferias, que detesto que llamen gueto, tan cercanas y lejanas a la vez, son tan necesarias como las llamadas quincenales, a ese otro corazón que dejaste en aquella orilla.
Como mujer negra, migrante y latina valoro cada rincón de aquellos espacios, donde las banderas ondean libres y mixtas, y los diferentes olores se confunden con las luchas individuales desde la colectividad. Los que llaman despectivamente gueto a las grandes comunidades de inmigrantes, no conocen la seguridad de contar con un trocito de hogar en la otra punta del mundo. Tan necesarios como aquellos otros espacios, no mixtos, que mi negritud reclama para estar más cerca de mis ancestros, de mis hermanes.
La palabra gueto, me sigue sonando irremediablemente mal, pero cuando la desmenuzo, al latir de otras lenguas, que me abrazan comprendo que aquella mujer nunca entendió nada. Comprendo que la niña de diez años que aún me habita, se estremecería al ver cómo me adentro en su complejidad.
Gueto, a veces, que lindo suenas.
Dayna Catá
Educadora especial y escritora. Ante todo humana, negra, cubana, mujer y activista. Todo en ese orden y con el mismo grado de intensidad.