Cuando una persona migra, que es también decir que ha encontrado en un sistema extranjero una aparente grieta de bienvenida, muchas veces trata de hacer del país hospedador su hogar.
Pero la aparente grieta de bienvenida pronto se desvela como lo que es: una apertura sostenida por un velo elástico y resistente. Entre la migrante más entre al lugar hospedador, más tensará la tela, que en algún momento la tratará de expulsar hacia el lugar de origen. Las migrantes viven en el país hospedador recubiertas por un velo elástico. El rompimiento de ese velo, por la vía ilegal, implica despellejarse: el velo está tan pegado a la piel que se ha vuelto una parte del organismo que cubría. Así pues, es estar desnuda, por pedazos despellejada, a la intemperie. Por la vía legal es también una lucha, aunque de otro tipo: la lucha entre ella contra el velo, entre ella contra el movimiento de sus miembros que la enredan aun más en la tela. Entre más luche, más se enreda y, entre más enredada está, más cree que está luchando contra la tela y no contra sus movimientos en la tela.
La migración es intrincada y las dificultades que se desprenden de ella no se reducen a la cosa burocrática. La migrante quiere hacer su camino con su propia mano, labrar su propio futuro, obtener el reconocimiento con el sudor de la frente y la capacidad que resguarda esa frente sudorosa. Quiere luchar por estar allí, por ser merecedora de un lugar para existir y así poder acoger a esa otra tierra en el corazón del arraigo. Es importante, además, que lo haga sola, por su cuenta, para que pueda probarse a ella misma quién es y comprobar hasta dónde es capaz de llegar. En el sistema global, la colaboración es desdeñable: se premia al héroe solitario, al que sólo piensa en sí mismo y al que quiere y consigue todo para sí. La migrante desea llegar a un destino por su cuenta porque quiere merecer algo (mercer es ser digna de un premio). En la búsqueda por demostrarle al sistema que es merecedora de estar allí —el premio es tener un espacio para existir, un papel que lo soporte, un trabajo valioso que lo avale— está buscando una dignidad que no cree que tiene, pues, bajo esta mirada, la persona digna es aquella que tiene un valor cuantificable y de aquel valor pende su dignidad.
El gran mérito será hacer sin ayuda, porque sólo a través de los actos solitarios puede saber quién es. Tal lucha es entonces una lucha por la identidad, ya no sólo por crearla, sino para poder rastrearla y, entonces, para poder verla y, al verla, verse y conocerse. Así pues, se embarca en una lucha del reconocimiento escalonada que le devuelva fragmentos que le permitan crear identidad. Y quizás por eso este tipo de migrante sea tan reticente a recibir ayuda: porque cree que la identidad es aislada, hecha de acto heróico en acto heróico, labrada por el desafío y sublimada por la adversidad. Creer que necesita merecer estar en lugar, que tiene que demostrar que vale es no poder mirarse; es desconocer el límite borroso de su identidad y creer que la identidad es una cosa accesible y que se la puede dar un padre, sea este un hombre verdadero, una patria o un empleador.
Quizás la migrante también tenga la concepción de que si recibe ayuda de alguien sea hacer trampa y de que, si le hace trampa al sistema, éste no podrá devolverle un reconocimiento certero. Dicho de otra manera, no podría saber quién es en realidad, porque en tal reconocimiento otorgado albergaría la mentira, aquella cosa que la migrante no es y que ella misma no sabría separar de lo cierto. Tal lógica le hace deducir que, si tiene que acudir a ella, es porque no tiene lo que se necesita para obtener el resultado por su cuenta: es decir, que hay algo de lo que carece o que hay algo que le falla. La búsqueda por el reconocimiento es también la búsqueda por la completud. Todo aquello es la artimaña del sistema, que le hace creer que es este el que le da acceso a todo aquello que supuestamente necesita o de los que carece: la completud, la identidad aislada, la dignidad.
El sistema migratorio está hecho para no permitir la migración libre, para que el tan anhelado reconocimiento sea esquivo y, por tanto, más deseable. También tiene apariencia de ser accesible siempre con tan sólo cumplir con una lista de requisitos que en papel abogan por una migrante de calidad y que en lo pragmático y cuando se cumpla una larga lista de requisitos que si se cumple una larga lista de requisitos que se solapan unos con otros. La migración es un laberinto, eso ya se ha dicho muchas veces, y quien lo experimenta lo sabe, aunque le llame de otra manera: la migración es dura, la migración doblega hasta el llanto. El sistema migratorio es un padre: es el que provee; es el de la vida pública, el que reconoce, el que nombra. Eres Susana, Susana Laquelologra, Susana Laheróica.
Al ganar un estatus migratorio, podemos matar a nuestros padres biológicos. Les quitamos el poder de darnos identidad, de darnos reconocimiento, de darnos un lugar en el mundo. Les matamos al demostrarnos y mostrarles que hemos sido reconocidas por un padre aun más grande que el padre, el padre-patria. Quizás entonces así podamos estar orgullosas de nosotras mismas, por mérito propio, por nuestra propia cuenta y garra, para luchar con la vergüenza de existir por existir.
Lina M. Sánchez Betancourt
A Lina le gusta el café del mediodía, los días tupidos de cine y el álbum de jazz de Shostakovitch. Es literata de la Universidad de los Andes y tiene un máster en Traducción y estudios interculturales de la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha trabajado como editora, traductora, florista y profesora. El trabajo creativo de esta escritora bogotana, publicado en inglés y en español, se centra en desentrañar y comprender la experiencia humana.
Instagram: @linamsanchezbetancourt