Corría el año 1948. Tras la proclamación del Estado de Israel, el país dio comienzo a la aliyá (“ascenso” en hebreo), un proceso por el que se inició la llegada de inmigración judía exiliada desde diferentes lugares, para convivir unidos en la nueva Tierra. Uno de los grupos que tuvo acogida en el nuevo territorio fue el de los Beta Israel o falashas (“exiliados” o “extranjeros” en idioma arábigo), judíos de origen etíope.
Los falashas fueron reconocidos como descendientes de tribus israelitas perdidas (como, por ejemplo, la de Dan) en 1975 tras una investigación del rabino sefardí Ovadia Yosef. Además de esta, existen otras dos teorías sobre el surgimiento de esta agrupación. Una de ellas expone que en el 586 a.C., tras la destrucción del primer templo de Jerusalén a manos de Nabucodonosor, gobernante de Babilonia, muchos israelíes recayeron en Etiopía. Otra, más romántica, declara que son descendientes de Menelik I, hijo del rey Salomón y la reina de Saba.
Sea como fuere, con la aprobación de la ley de retorno, los Beta Israel pudieron emigrar. Esta normativa, fechada en 1950, posibilitó el reconocimiento de residencia y ciudadanía a todo judío hasta la tercera generación, es decir, hijos o nietos de alguien que profesara la religión, y sus cónyuges e hijos menores de dichos cónyuges.
El proceso de traslado de este grupo hasta Oriente Medio no fue sencillo. Israel negoció con el régimen comunista etíope hasta que conseguir una respuesta favorable. Así comenzó la Operación Moisés en 1979, con la que se consiguió transportar a más de 14.000 judíos etíopes. Sin embargo, esta ejecución se complicó debido al colapso del régimen en el Estado africano, dando lugar a dos acciones de salida más: Operación Josué y Operación Salomón.
Establecimiento en Israel
Según datos de 2018, aproximadamente 150.000 judíos etíopes viven en Israel, siendo reconocidos como practicantes de la creencia por el país. Pese a ello, su incursión en la sociedad no ha sido sencilla debido a varios motivos principales: muchos no manejan el hebreo (solo el arábigo), tienen un origen rural que dista mucho de la urbanidad de ciertas zonas de su nueva residencia y desde su llegada, algunos lanzan contra ellos acusaciones de no ser verdaderos creyentes. Esta última problemática parte del hecho de que los falashas solo respetan la ley escrita de la Torá, en detrimento de la ley oral, el Talmud.
Para intentar paliar esta situación, una vez llegaron a Israel, los Beta fueron asistidos por la Agencia Judía y el Ministerio de Absorción e Inmigración. Ambas instituciones se encargaron de segregarlos entre 70 centros en los que debían pasar un año para facilitar su integración (a diferencia de los seis meses requeridos para otras nacionalidades). En dichos establecimientos, aprendían hebreo y se adaptaban al modo de vida local. Pero eso no es todo: tal y como recogen diversas informaciones, los emigrantes etíopes debían pasar por una conversión obligatoria, que implicaba desde la sumersión en la mikve (baño purificador) hasta la circuncisión y la aceptación de leyes purificadoras religiosas.
Pero estos esfuerzos integradores, según Amir Tagai, descendiente de la tribu de Dan y residente en Israel desde 2017, la fusión no ha servido de nada. “Lo que hicieron fue tirarnos al norte y al sur (ciudades como Afula o Dimona), no al centro, que es donde se cuece todo. Si quieres empoderar a una población e impulsarla a que progrese no puedes dejarla a un lado y que pretender que espabile para entender el carácter israelí, la cultura o el idioma. En Ra’anana, Givatayim, Hod Hasharon, Herzliya o Tel Aviv, ciudades fuertes económicamente, no hay apenas etíopes”, declaró Tagai en Aurora.
Bien es cierto que las dificultades para los Beta Israel en su estancia en la Tierra judía han sido una constante desde su llegada. En 1996 se prohibió a esta comunidad la donación de sangre bajo el argumento de que, al haber convivido con otros grupos no adscritos a la doctrina del judaísmo durante su estancia en Etiopía, eran portadores del SIDA. Posteriormente, en 2009, varias escuelas de la ciudad de Petah Tikva denegaron el acceso a los miembros del grupo solo por su origen. Un año después, en 2010, se popularizó en el país el anticonceptivo Depo Provera. Este fármaco fue administrado solo a mujeres etíopes, sin su consentimiento informado. Dicho medicamento podía dejarlas estériles, con lo que se entiende que se utilizaba como método de control encubierto de la natalidad por parte del gobierno.
Posteriormente, en 2015, el soldado falasha Damas Pakada fue detenido con brutalidad por parte de las fuerzas de seguridad. Esta situación desató protestas entre la sociedad de origen africano, que llevaron a la promesa por parte del presidente Benjamín Netanyahu de que tomaría medidas contra el racismo y la segregación que estaban sufriendo.
“En 2017 solo había un diputado de origen etíope en un parlamento de 120; el rabinato central, en muchos casos, no reconoce el judaísmo de los falashas, por lo que muchos rabinos rehúyen de casarnos; nuestras tradiciones y economía apenas son conocidas en el mainstream israelí; y afrontamos enormes dificultades para alquilar o comprar casas, ya que algunos consideran que «devaluamos el valor de la zona»”, cuenta Amir Tagai.
Pese a las intenciones del primer ministro de acabar con esta exclusión, las dificultades no han cesado: en 2019, los Beta Israel saltaron de nuevo a la actualidad informativa por las revueltas organizadas tras la muerte de uno de ellos, Salomón Teka, de dieciocho años, a manos de un agente fuera de servicio. El policía declaró que había sido en defensa propia, ya que el joven lo había atacado, pero testigos presentes en el momento del altercado negaron esta afirmación.
En la actualidad la situación no es mucho más favorable. Pese a que a principios del pasado año el Rabinato reconoció, 50 años después de su llegada, a los Beta Israel como judíos, la senda de discriminaciones continúa. Según datos del Proyecto Nacional Etíope, una ONG de asistencia a esta comunidad, más de la mitad de los falashas que están en territorio hebreo viven por debajo del umbral de pobreza, mientras que el porcentaje de población local en esta situación corresponde al 15%. Más allá de esto, son pocos los que acaban la secundaria y tienen más posibilidades de acabar en la cárcel que el resto de residentes en la nación oriental. Todo esto se conjuga con un informe de la Unidad Nacional de Antirracismo presentado en 2019, que refleja que el 37% de las denuncias totales por exclusión son interpuestas por falashas.
Los Falash Mura: en el extremo de la discriminación
A pesar del traslado de los Beta Israel desde 1979, en 2015 aún quedaban en Etiopía 9000 Falash Mura, descendientes de judíos etíopes convertidos al cristianismo durante las misiones del pastor anglicano Henry Aaron Stern en el continente africano durante los siglos XIX y XX. El gobierno israelí se propuso como objetivo repatriar a todos ellos antes de 2020, generando un debate abierto sobre la legitimidad real de este grupo para jactarse de las ventajas de la aliyá. Mientras un sector político y de la población general apoyaban que este proceso se completase cuanto antes, la derecha nacionalista y hasta una parte de los propios Beta Israel se opusieron tajantemente, declarando que los Falash Mura no eran verdaderos judíos.
Pero la realidad en 2020 fue muy distinta. Los miembros de dicha agrupación no han conseguido emigrar bajo la ley del retorno porque el Ministerio del Interior, tras cinco años de controversia, finalmente decidió no considerarlos judíos. Por lo tanto, necesitan un permiso especial del gobierno para llegar a Israel. A principios de ese año, llegaron 43 miembros a suelo israelí, acompañados por una delegación de miembros del Likud, el partido de Netanyahu.
Un retorno sin final
Más allá de los Falash Mura, a finales de año 2020 también llegaron 300 nuevos falashas a la región oriental, hecho que se celebró como un gran acontecimiento por parte del gobierno. Pero según Muket Fenta, activista israelí encargada de tratar con estos grupos de exiliados, en unas declaraciones para La Vanguardia, esta llegada no fue más que un lavado de imagen para Netanyahu y su partido, de cara a las pasadas elecciones del 23 de marzo de 2021. “Celebran el regreso de unas centenas de personas cuando hay miles allí esperando cuya vida está en peligro”, expuso Fenta.
Este es el caso de Aschalew Abebe, un Beta Israel que emigró en 2003. Todos sus familiares se encuentran en superficie hebrea menos su primo Zemen, quien, declarado judío al igual que sus parientes, lleva intentando desplazarse desde hace 20 años sin que se lo permitan. “Lo separaron cuando mi abuela emigró”, dijo Abebe a Times of Israel. “La gente de la aliyá le dijo a mi abuela (que crio a Zemen después de la muerte de su propia madre) que vendría más tarde, pero luego negaron que lo hubieran dicho.”
Abebe, que además es un destacado activista en la campaña por el traslado de los exiliados de Etiopía restantes a Israel, se reunió con Netanyahu poco antes de las últimas elecciones de 2020, celebradas el dos de marzo: “Me pidió que le diera los detalles de Zemen. Y prometió ayudar”. Pero, desde entonces, no ha habido ninguna novedad con respecto al caso de su primo.
Ciudadanos de segunda pese a ser judíos por cultura y tradición, escasa presencia en la actualidad informativa israelí y mundial y nula aparición en los programas políticos frente a las reiteradas elecciones más que para ser utilizados como propaganda. Esta es la realidad de los Beta Israel, una comunidad que pese a llevar medio siglo asentada en el país y significar casi el 2% de la población total de la nación oriental, continúa viviendo una profunda discriminación que no les permite terminar su proceso de acomodación.
Nerea De Ara