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jueves, marzo 28

Repite conmigo: «Tengo derecho a sanar las heridas del racismo»

«Cuidar de mí misma no es autoindulgencia

es autopreservación y es un acto político».

Audre Lorde

Soy una mujer negra y me duele el alma. A veces es un dolor intenso y estridente que no me deja respirar; a veces es más suave, pero no lo suficiente para olvidar que sigue ahí. Empezó cuando a los 3 se burlaron de mí en el jardín de niñxs por «parecer un monito»; siguió cuando a los 5 le dijeron a la niña de al lado lo hermosa que era su piel rosada mientras me miraban con desprecio; creció cuando en la primaria hacían sonidos de gorila cuando caminaba; me marcó cuando en la secundaria me nominaron a un concurso de belleza entre risas, porque jamás ganaría «con esa cara».

Y estas heridas no son sólo mías. Quienes vivían conmigo también las tenían, más antiguas, más profundas. Y con ellas debíamos funcionar todos los días, entre nosotrxs y con el resto del mundo. 

A mí me enseñaron a desoír los insultos, que debía «ser fuerte» y «no bajar la cabeza», que tenía que demostrar lo equivocadxs que estaban todxs sobre nosotrxs. Entonces,  no nos permitíamos equivocarnos, nos exigíamos el doble, nos mostrábamos siempre capaces y con la vida bajo control. Aunque vivíamos alrededor de personas negras destruidas por la exclusión social que causa el racismo, nos decíamos que si hacíamos lo suficiente para encajar, finalmente seríamos aceptadxs e incluidxs.

Pero, ¿quién puede existir así todo el tiempo? Con eso, el dolor no se iba. Por el contrario, gastaba muchísima energía pretendiendo que ese rechazo que vivo a diario no me había afectado. A pesar de lo balanceada que parecía mi vida, por dentro estaba haciendo un esfuerzo enorme por mantener juntas mis piezas, por alejarme lo más posible de las estadísticas que no me presentaban un futuro alentador.

Me enseñaron siempre que romperme no era una opción, que si lo hacía, le estaba dando la razón a quienes querían vernos oprimidos. El dolor era simplemente algo con lo que tenía que aprender a convivir, anestesiándolo, ignorándolo, ordenándole quedarse en silencio para que no interrumpiera la larga lista de logros que debía alcanzar. Siempre había algo que demostrar, no podía darme «el lujo» de echarme a llorar.

Buscar ayuda era visto como una señal de debilidad, así que tratar mi dolor no era una opción. Eso era algo de «gente blanca con dinero que se sentaba a autoconmiscerarse una hora a la semana». Con tantas cosas que hacer y el dinero que no sobraba, no tenía sentido «perder el tiempo contándole mi vida a unx extrañx que probablemente era también otrx blancx con dinero que no tendría idea de qué le estaba hablando». 

Estos mitos y prejuicios en torno a la atención en salud mental, unidos a factores socioeconómicos (la terapia sigue siendo un privilegio de unxs pocxs), me detuvieron durante mucho tiempo a buscar ayuda. No fue hasta que aprendí sobre racismo estructural y derechos humanos, que finalmente entendí que tengo derecho a sanar las heridas del racismo (y también las del sexismo y los demás -ismos). Pero aún entonces, tenía miedo de intentar; porque sé bien que tener reconocido un derecho no es lo mismo que poder acceder a él. ¿Cómo encontrar unx terepeutx sensibilizadx en estos temas que pudiera pagar? ¿Qué pasaba si intentaba con unx que en lugar de ayudarme me dejaba peor? ¿Y si abría una caja de pandora que después no podría cerrar? 

Es cierto que en ninguna norma de derechos humanos encontraremos explícitamente un derecho formulado en esos términos; sin embargo, lo que es innegable es que la salud mental es un derecho humano que debe ser garantizado en condiciones de disponibilidad, accesibilidad, adaptabilidad y aceptabilidad. Esto quiere decir que las personas que vivimos situaciones de exclusión, sobre todo aquellas que no pueden pagar por ella, tienen derecho a acceder a una atención terapéutica especializada en temas de racismo y otras formas de intolerancia. 

Entender la salud mental en clave de derechos implica también reconocer que el racismo no es un problema aislado, sino que funciona como un sistema. No se trata de meros actos individuales realizados por personas poco tolerantes, se trata de estructuras sociales complejas que perpetúan situaciones de exclusión. La inaccesibilidad de la salud mental, que es básicamente mantener una puerta cerrada hacia mayores niveles de bienestar, contribuye a que sigamos sin poder romper con los círculos de violencia, adicción, deserción escolar y desempleo que afectan de manera marcada a las personas racializadas.

En el país donde vivo, como sucede en el resto de América Latina, la salud mental no es un tema priorizado, menos aún aquella pensada especialmente en personas que viven situaciones de exclusión. Pese a los esfuerzos de profesionales de la salud mental  comprometidos con revertir esta realidad, garantizar este derecho con un enfoque de diversidad implica realizar una serie de esfuerzos a nivel legislativo, institucional, presupuestario. Y, definitivamente, que lxs oprimidxs sanen, no es algo que interese a quienes concentran el poder. Las estructuras de opresión funcionan bastante bien para quienes se benefician de ellas.

Pero por mucho que no guste a quienes prefieren que sigamos viviendo nuestro dolor en silencio, cada vez más mujeres racializadas estamos haciendo eco de la importancia de exigir la garantía de nuestros derechos. En nuestros activismos, nos toca poner la salud mental al centro, para empezar a presionar hasta que se convierta en un tema relevante en la agenda pública. Tenemos derecho a que la opresión del hombre blanco salga de nuestras cabezas, a liberarnos de los entrampamientos mentales causados por el rechazo, a empezar a vivir las vidas que merecemos, sanando, con menos miedo.

Y mientras el mundo cambia, nos tenemos a nosotras y a nuestra comunidad. Generar espacios donde hablemos abiertamente sobre temas de salud mental, donde compartamos recursos y generemos redes de soporte, puede ser un paso importante en el camino de sanar. Nuestra resistencia pasa también por saber que no estamos solas en nuestras luchas internas, que todas tenemos heridas, que hacernos vulnerables, de hecho, puede hacernos más fuertes. 

Repitamos juntas: «Tengo derecho a sanar las heridas del racismo».


Kerli Solari

Estudié Derecho en Perú. Me interesan los temas de género, derechos humanos, discriminación e intolerancia. Me gusta escribir sobre lo que aprendo en @afrovioleta y colaboro abordando temas de Derecho e inclusión social en @qhumanta


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