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martes, abril 16

¿Dónde termina mi raza y dónde empiezo yo?

A veces dejo que otros decidan mi identidad, otras me pinto los labios de rojo y escribo. Lo hago porque siento que si lo que dejo en el papel realmente merece la pena mata o revive, y me parece de mala educación hacerlo sin un beso.

Hay veces en las que me mato sola, en ocasiones a otras personas y normalmente a la idea que tengo de otras personas. El problema del último caso es que siempre me quedan palabras por decir, siempre se me queda una disculpa en la comisura de la boca que no doy porque se que no me corresponde pero duele como una bala alojada en el corazón que nunca llega a explotar. Así que tengo una carta, para las personas que creía que me acompañarían durante todo el camino pero que han resultado ser una parte del propio camino.

Amor:

Nunca se cómo empezar a decir adiós. 

Una forma útil sería olvidar en quien creía que eras. Sería útil poner sobre la mesa todo lo bonito que fue aquello que vivimos seguido de esa brutal explosión o de esa carcoma lenta que masticó la mesa. Y cubrir el desastre con la homogeneizadora manta de quién eres.

Seria decirte que a pesar de todo, te voy a seguir queriendo. Que, a pesar de todo, seguirás siendo familia y un poco mi hogar.

Pero no es suficiente. 

No es suficiente, porque, amor; mañana cuando me devuelvas las gafas que te dejaba para que vieses el mundo un poco parecido a lo que es para mí, yo seguiré sin necesitarlas, mis ojos no estarán enfermos como parece estarlo el mundo. Que no lo está. Y mis gafas te dejaban mirar como todo lo que para ti son monstruos para mí son personas, como para lo que para ti son extremos para mí son medios muy justos porque a pesar de todo el odio que me arrojan se deslizan por mi cotidianeidad y muy lentamente entre sueños, con todos los pasos que doy, cada vez que respiro me aprietan el pecho y me asfixian. Y eso es lo que me aterroriza. Que no sean monstruos, que no sean extremos; que lleven traje y corbata y representen la unidad del un país tanto como representan el odio y que tengan cabida a hacerlo en la misma medida que quien habla de amor.

Amor, cuando me expliques como se viste allí de donde viene mi sangre, como es la lengua que mis músculos saborean para hablarte, cuando pretendas explicarme mi historia quiero recordarte que la estoy escribiendo. Quiero que me escuches, que intentes entenderme, que bajes armas en las trincheras en las que tú y yo hemos peleado codo con todo. Desprotégete. No me pelees algo que no te pertenece. Porque, cariño, debatiré contigo sobre cada palabra de los libros de mi estantería, pero no me pidas que me apuñale para que tu sientas que puedes empezar a razonar conmigo sobre quien soy. No me lo pidas, porque este puñal es algo mejor que eso. Este puñal disparaba personas, las convertía en monstruos y era un poco onírico, pero es que amor, éramos nosotras y tú lo inmortalizabas. 

Así que Amor, el problema que tiene esta carta es que no es útil porque útil en esta sociedad llena de personas que ojalá fuesen monstruos es práctico; y practico sería volver a ti, sería fácil, seria gritarle a un sordo ciego, y lo haría y te diría lo siento, y seria cierto y apropiado, pero ¿ a que precio?¿ A no enfrentarme al resto de verdades? No estaría volviendo a ti por quererte volvería a ti por miedo y pereza. Y no. Puedo, pero no quiero y eso tiene que empezar a ser suficiente razón para no volver. No quiero, porque amor, mañana cuando me devuelvas mis gafas, quizá me plantee hasta qué punto esto importa, hasta qué punto me la estoy jugando si al final de la partida solo importa mantener viva una enfermedad para que la pobreza no nos mate a todos. Pero no me puedo preguntar dónde termina mi raza y empiezo yo. No es mi estilo, ni su estilo. Es una excusa para no volver a levantarte después de la caída, y no. Después del puñetazo, contraataco mejorando el golpe  porque sé que mi raza empieza donde termino yo. Así que amor, vete o vuelve, pero no te quedes en medio de dos aguas porque te quemaras.


Selva Ezquerro


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