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jueves, abril 18

En la peluquería

Casi no puedo recordar un período de tiempo en que no haya llevado trenzas. Bueno sí, pienso en una vez en que casi se me cae el pelo a trozos (literalmente) y mi mamá se pensó que me lo había cortado con unas tijeras cualquiera. Fue un tiempo breve, en el que yo me negué a volver a pasar por el calvario de las trenzas, que no y que no. Fue un experimento fallido así que decidí quitarme la “tontería” y empezar de nuevo, aunque supusiera unos días importantes de mentalización al sufrimiento futuro que suponía lucir mi peinado estrella que, dejado el drama de la realización a un lado, adoraba.

El proceso me lo conozco de “p a pa” dado que era y es siempre el mismo. Primero quitar las trenzas con paciencia, luego alisar el cabello para facilitar el trenzado y ahorrarme más tirones, trenzarlo y luego ya unos días estirada en la cama sin moverme demasiado. En este proceso, como a mí me gusta llamarlo, hay una parte en especial que me hace reflexionar.

El día en que me toca ir a la peluquería de una conocida de mi madre para el alisado (siempre voy a la misma), las chicas que me atienden e incluso las que no, me esperan con los brazos abiertos y una sonrisa enorme. Aun así, en ese momento siempre tengo la incómoda sensación de que estoy estorbando y de que allí no está entrando una clienta “normal” sino una chica con cuyo pelo salvaje tienen que lidiar a regañadientes una vez al año.

Esa sensación no viene infundida por si sola. De golpe, mientras me encuentro mirándome en el espejo escucho a más de una clienta que me mira desde la otra parte de la estancia decir algo parecido a “Claro, es que con este pelo debe ser difícil, pobrecita” o “¿Qué tiene que hacerse en el pelo? Madre mía yo no podría con tantos tirones” y la repuesta de las peluqueras también suele ser la misma cada vez “Sí, viene una vez al año para hacerse la trenzas, debe alisárselo porque si no es complicado, el pelo africano es así, tiene tantos nudos”. Muchas veces encuentro que hablan de mí y de mi pelo sin incluirme en la conversación, como si yo fuera un ejemplar de algo que observan con ese punto de curiosidad debido a su naturaleza exótica acorde sus ojos, que de alguna forma les fascina y les contraría a la vez.

No me di cuenta de cuánto me afectaban esos comentarios hasta que fui más grandecita. No entendía porqué me sentaba mal que me hablaran constantemente de los nudos horripilantes que tenía y que les hacían volver locas, aunque luego me dijeran que no me preocupara. Me sentía culpable de complicarles la vida, de tener ese pelo indomable tan fino y rizado que se rompe con facilidad. No quería que nadie se diese cuenta de que estaba allí y de las “cosas raras” que me hacían para llegar a tener un pelo liso que se pudiera peinar. Los susurros de las clientas y los comentarios amables y complacientes de las peluqueras al hablar conmigo se mezclaban en mi cabeza. Me hacían pensar en qué tipo de pelo debía tener para que se me tratara de forma normal sin parecer una atracción.

Las trenzas siempre han sido mi talismán, un puerto seguro, confortable y práctico pero aunque siempre han formado parte de mí, también ha habido momentos en qué me han convertido en una persona diferente al resto. Los comentarios inocentes o maliciosos como los de la peluquería me hacen pensar en otros que he escuchado y han retumbado en mí al largo de mi vida y con los que muchas mujeres negras hemos tenido que lidiar desde la niñez. No es fácil para una niña percibir que su pelo es considerado “poco real” escuchando a menudo frases del tipo “Vaya, parece que lleves una peluca” o “¿Si se te cae una trenza, te la vuelves a pegar con pegamento?” (comentarios hechos incluso por personas adultas) o bien que estas sean vistas como algo bonito pero no lo suficientemente común para ser aceptado y normalizado.

Ahora tengo claro que nunca deberíamos sentir vergüenza por mostrarnos, por mostrar algo que nosotras consideramos y queremos que sea una parte de nosotras. Sea nuestro pelo trenzado o sin trenzar. Dicho así suena fácil ¿no? Bueno, es un proceso de aceptación personal pero también de visibilización de lo que es nuestro y eso solo se consigue queriéndonos, amándonos y reivindicándonos.

El mero hecho de que sigamos llevando trenzas si queremos o nuestro pelo natural, si así lo deseamos, ya es un acto de resistencia. Eso me lo digo a mi misma cada vez que me encuentro frente al espejo y observo mis trenzas sin las que no me sé ver porque me encantan, también me lo pregunto cada vez que observo chicas y chicos con su pelo afro por la calle y me pregunto qué pensaran ellos de su pelo y si alguna vez habrán tenido una experiencia parecida en una peluquería.

Pienso que es posible, pero veo que siguen llevando su pelo sin reparos, igual que yo, así que al parecer las cosas no siempre cambian pero en este caso es para bien.


Mònica Quilez

Estudiante de periodismo y de todo un poco, de origen mozambiqueño. La cultura es la luz o la oscuridad en una sociedad, cultivémosla y  cuestionémosla.

 


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