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jueves, marzo 28

Carne de carnada

Mi padre es militar. Él es un hombre negro que nació en 1956 en Huehuetán, un pueblo de la Costa chica de Guerrero. Es el menor de seis hijos de un matrimonio de campesinos, quedó huérfano a los 6 años.

La soledad, la migración de sus hermanos mayores hacia la capital y el ambiente precario y violento de su pueblo, lo orillaron a trasladarse a la Ciudad de México en busca de una oportunidad laboral que le ofreciera estabilidad. Es así como a los 18 años, y tan solo con el primer grado de primaria cursado, se da de alta en el 65 batallón de infantería ubicado en Naucalpan, Estado de México.

Mi papá me cuenta que jamás tuvo el sueño o la aspiración de estudiar algo en especifico. En su mente sólo existía la idea de trabajar para poder alimentarse y vestirse. Tampoco tuvo opciones, cualquier oportunidad que se presentara primero debía tomarla. Equivocarse de “vocación” tampoco era una alternativa.

Mi papá no quería ser militar, tuvo que serlo. Duró 26 años en el servicio. 

Él no es el único de mi familia que tomó como única opción de empleo el ejército o alguna agencia de seguridad. Debido a la falta de educación escolar, tíos y primos hicieron lo mismo antes y después que él. Todos con el común denominador de provenir de comunidades precarizadas, con nula atención de los gobiernos municipales, estatales y federales para cubrir los aspectos básicos de una vida digna.

Tristemente, por esta y muchas otras razones es que miles de hombres racializados han romantizado las fuerzas armadas como una de las “mejores” ofertas laborales de este desequilibrado sistema. Sin embargo, puede ser la peor apuesta para la estabilidad física y emocional de quienes se ven obligados a vender su vida por salvaguardar la idea de una “patria” que ni siquiera los toma en cuenta como parte de ella. 

De todos los requisitos de ingreso, el que más llama mi atención es la escolaridad. En 1975 (año en el que ingresó mi papá al ejército) no era obligatorio haber cursado la educación primaria. Quienes sabían escribir su nombre firmaban alta de esa manera y quienes no, bastaba con su huella digital.

Mi papá, por ejemplo, concluyó la primaria y la secundaria en el CEBA (Centro de Educación Básica para Adultos) dentro del Ejército. Ahora en 2020, la escolaridad mínima requerida tanto para el ejército como para la policía auxiliar de la Ciudad de México es de nivel secundaria concluido. 

“Hay que estudiar, hay que estudiar… el que no estudia a policía va a llegar”. Esta es una consigna que con frecuencia se escucha en manifestaciones y protestas. A mí, honestamente, me entristece oirla. Me parece absurda, contradictoria y dolorosa. ¿Por qué es motivo de burla el trabajo forzado de una persona racializada que no ha sido más que despojada de oportunidades?

En Ciudad de México (hasta antes de la pandemia) los puestos de reclutamiento podían encontrarse en las terminales de los metros más cercanos a la periferia: Cuatro caminos, Tacubaya, Indios Verdes, El Rosario, Pantitlán, etcétera. Esto no es casualidad.

La centralización es una estrategia de segregación racial que desfavorece a quienes se encuentran lejos de la distribución del poder. Tampoco es casualidad que Oaxaca, Guerrero, Veracruz y Puebla, sean los estados que más reclutas tienen, a diferencia de los estados del norte de México, pues su cercanía con Estados Unidos los coloca del otro lado de la moneda. El narcotráfico. 

¡Atención por favor! No justifico la atrocidad policial, la cuestiono y exijo justicia, pero hago un llamado a una justicia que esté enfocada en la modificación de la estructura y los privilegios de los altos mandos que orquestan los movimientos que realiza la tropa.

Estoy completamente en contra del abuso de poder; no obstante, me parece que nos equivocamos al juzgar a quienes son despojados de su valor humano y sirven como carne de carnada, y no a este sistema obsoleto y podrido que perjudica a los menos favorecidos. ¡Es como decir que el pobre es pobre porque quiere!

Así como mi papá, millones de hombres y mujeres no son militares por vocación, han sido orillados por un sistema racista estructural que compró su vida con un sueldo quincenal, seguro médico y la promesa de ser útiles para la nación que los invisibiliza.

Las fuerzas de seguridad pública estatales y federales están compuestas en su mayoría por personas afrodescendientes, indígenas y mestizas en situación de pobreza, sobre todo en las tropas, es decir, los rangos más bajos, quienes luchan cuerpo a cuerpo y arriesgan su vida enfrentándose con otros iguales a ellos, pero que fueron orillados morir del lado de la militarización no institucionalizada.

Hago un llamado a reflexiones más profundas y al cambio de las formas en las que buscamos derribar las instituciones y los sistemas estructurales. No podemos seguir tirándonos piedras a la cara unxs a otrxs.

¡La lucha será antirracista o no será!

Este texto está dedicado a ti pá, que cuando lo leas sepas (sientas) que tu re-existencia ha valido y me ha dado la oportunidad de estar aquí moviendo todas mis ideas. Te agradezco infinitamente.


Marbella Figueroa

Soy un conjunto de ideas, pensamientos, situaciones, lugares, sentires y emociones. La
mayor parte de mi tiempo la dedico a la creación plástica. Me encanta jugar y divertirme con
colores, texturas, hilos, brillantinas y todo lo que encuentre por mi paso.
Obtuve una licenciatura en artes visuales por la FAD/UNAM con especialización en medios
audiovisuales. Mi exploración interdisciplinaria aborda principalmente la negritud, las
conexiones ancestrales y el cuerpo. Soy creadora y colaboradora del proyecto autogestivo
Afrochingonas. He impartido diverso talleres de arte comunitario en la Costa Chica de
Guerrero y en Zonas de la periferia de la CDMX.
Actualmente me dedico a la gestión cultural y a la producción artística autogestiva.

Si quieres estar en contacto conmigo picale al link 



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