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jueves, marzo 28

Pelo liso, pelo quieto, pelo perfecto

Son las 5:30 de la mañana, debo salir a trabajar y como de costumbre estoy frente al espejo, aún falta lo más importante “peinarme”. Siempre hay una vocecita que me dice insistentemente “si no fueras tan necia y te alisaras ya estarías peinada” pero a su vez hay otra voz que me anima diciéndome “tranquila, ten paciencia que aún tienes tiempo y peinarte no es tan difícil”.

Y es que llegan a mi mente todos esos recuerdos en que mi pelo ha sido el protagonista.

Me ubico en la época escolar cuando tenía unos 7 a 12 años, todos los días antes de salir a estudiar mi mamá afortunadamente nos aplicaba a mi hermana y a mí aceite de almendras en el cabello y nos peinaba.

En esa época mi mamá estaba en la casa porque al igual que mis tías cuando era soltera trabajó interna en casa de familia, pero a diferencia de algunas de ellas, al conocer a mi papá e irse a vivir con él, ya no volvió a trabajar, no porque ella no quisiera o porque no fuese necesario, ni tampoco porque de común acuerdo hayan decidido que lo mejor era que ella se quedara en casa cuidándonos, sino debido al machismo de mi padre que pensaba que “dejar trabajar a la mujer era darle alas para que quisiera mandarse y facilitarle el camino para que con la excusa de salir a trabajar se consiguiera otro”. Mis tías como no convivían con los papás de mis primas, continuaron trabajando mientras mi abuela cuidaba los nietos y nietas que quedaban en casa.

Mi abuela tuvo dieciséis hijos, dos murieron recién nacidos quedando siete mujeres y siete hombres, entre primos y primas éramos más de dieciocho; los domingos se reunía allí casi toda la familia, los que llegaban de visita y los que ahí vivíamos (mis padres, hermanos y yo llegamos a casa de mi abuela después de un viaje que a mi papá se le ocurrió hacer a su tierra natal para lo cual vendió la casa y todo lo que teníamos y como las cosas no salieron como él pensaba, regresamos después de nueve meses como se dice popularmente con una mano adelante y la otra atrás, únicamente con la ropa que habíamos llevado, pero mi abuela nos recibió con mucha alegría  porque ella decía que “donde como uno comen dos y donde duerme uno pueden dormir dos”). La casa parecía el parque central de un pueblo donde unos llegan otros salen y otros permanecen; los temas de conversación iban y venían, se oían risas, regaños, quejas, había mucho calor humano ese día.

Ya en la tarde mis tías se sentaban en el patio de la casa y mientras hablaban de cuanta cosa se les viniera a la mente, peinaban a mis primas, yo apenas las oía gritar, quejarse y llorar con cada tirón, les hacían tres hieras de trenzas o tropas y paraban de sufrir hasta el próximo domingo. Por eso me sentía afortunada, porque peinándose todos los días y con aceite de almendras dolía menos la desenredada.

También recuerdo que en las tardes después de hacer las tareas, nos reuníamos a jugar, cada una tenía su pelo favorito, no importaba a qué jugáramos, unas veces era a la escuelita, otras al papá y a la mamá, jugábamos a modelar o a cantar, cada una corría al cajón del armario y lo sacábamos, para alguna era la toalla más grande, para otra una falda larga de la mamá, para aquella una blusa, para mí siempre era una enagua de mi mamá que me gustaba mucho porque tenía resorte en la cintura y al colocármela en la cabeza se ajustaba bien y no tenía que preocuparme porque se cayera.

En la secundaria fue más complicado porque ya no me gustaba ir a estudiar con esas trenzas que me hacían sentir aniñada y fea; para ese entonces ya me peinaba sola y era muy complicado manejar “esa mata de pelo rebelde y alborotado”; me llenaba la cabeza de pinzas para tratar de domarlo, darle alguna forma. En ese tiempo la mayoría de las mujeres que se alisaban acostumbraban a entubarse el cabello y luego se cubrían la cabeza con pañoletas, yo utilizaba esas pañoletas cuando estaba en la casa para no tener que peinarme porque era muy agotador tener que desenredar mi cabello y luego imaginar cómo peinarlo.


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Ya tenía un mes de embarazo de mi primer hijo y vivía con mi mamá y mi hermana cuando un domingo en la mañana ésta salió de la casa y regresó como a la hora con el cabello corto, mi hermana sin decirnos nada, tomó la decisión de cortarse el cabello, recuerdo que era el corte “Z” muy de moda en ese tiempo, a mí me gustó tanto que inmediatamente me levanté de la cama y me fui al salón de belleza para que también me hicieran el corte.

Durante muchos años mantener el cabello corto fue la solución a “mi problema” pero no faltaba quien me dijera “que parecía un hombre, que porqué me gustaba mantener coquimba, que a los hombres no les gustaban las mujeres de cabello corto porque no se sabía cuál era el hombre”, tenía un amigo que me decía que si yo dejara crecer mi cabello y me lo alisara “iba a quedar igual a las negras norteamericanas que salían en las películas”; así fue como poco a poco, después de unos diez años de mantener el cabello corto, de ceder ante la insistencia de una amiga que tenía un salón de belleza y de ver a mi hermana cada dos meses hacerse alisar, a pesar que a ella en una de esas alisadas le aplicaron una crema muy fuerte y le quemaron el cuero cabelludo de tal gravedad que a mí me tocaba curarle las quemaduras y aplicarle ampicilina para que no se le infectaran, en algunas de éstas zonas no le volvió a crecer cabello, empecé “suavizándome” el cabello con la crema que le quedaba a mi hermana hasta llegar en una ocasión y comprar mi pote de crema americana y alisarlo completamente.

Al principio me sentía muy contenta con mi cabello alisado porque cada que me lo alisaba se veía más largo y en realidad me sentía bonita como las “negras norteamericanas”, pero con el paso de los años mi cabello empezó a quebrarse, a perder volumen, a tener un color opaco y a caerse mucho. En muchas ocasiones pensé en no volverme a alisar, pero cuando pasaban más de tres meses y empezaban a notarse las raíces, volvía y me lo alisaba. 

Asistir a la “Escuela socio-política entre mujeres” de la Casa Cultural El Chontaduro me ayudó mucho a consolidar esta decisión; allí aprendí a aceptarme como mujer negra con unas características físicas, mentales y culturales muy propias, entendí que todas las mujeres somos bellas y que no debemos guiarnos por los estándares de belleza que nos dicta el consumismo.

Ese mismo consumismo ha querido hacernos creer que nos incluye lanzando al mercado productos dizque para nuestro tipo de cabello, pero cuando vemos las modelos tienen un cabello totalmente diferente al nuestro y como me dice una amiga “si mi cabello fuera así yo no me lo alisaría” y yo me pregunto para las mujeres que tenemos el cabello crespo, apretado, prieto, quieto o duro ¿Qué hay?

En estos momentos he adoptado el lema de los alcohólicos anónimos “sólo por hoy” y es que tratar de ser uno mismo en una sociedad que por una parte nos dice que somos únicas e irrepetibles, pero por otra nos impone ciertos parámetros de belleza generalizando lo que es bello, mostrándonos que el cabello perfecto, pulcro y hermoso solamente es el largo, liso, sin importar nada más, es una lucha diaria. Lo cierto es que cada día me siento más segura de la decisión que tomé, estoy aprendiendo a conocer mi cabello, a quererlo, a sentirme orgullosa de él como parte importante de lo que soy yo.Bueno, ya debo irme a trabajar, ya estoy peinada y por hoy, “sólo por hoy”, no me alisaré más mi cabello.


Ruby Arroyo Reina

Mujer negra de Cali, Colombia. Madre cabeza de hogar, trabajadora incansable. A pesar de las múltiples opresiones que ha vivido, siempre dispuesta a aprender, reflexionar y construir condiciones para una vida digna.


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