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viernes, abril 19

La latina y la Cataluña profunda

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Decidimos mi marido y yo vivir en un pueblo hace algunos meses, un pueblecito precioso de montaña con menos de 3 mil habitantes, el piso que encontramos allí para alquilar nos fue un chollo, tanto que me permitió mantener mi antiguo piso compartido en Barcelona, para los días en que necesitase bajar a la ciudad con la comodidad de poder dormir allí.

La recepción en el pueblo fue interesante, yo, tataranieta de africanos, indígenas y colonos brasileiros, con mi pelo voluminoso pasando por la transición y vestidos coloridos era objeto de miradas enigmáticas por la calle, miradas cuyos sentimientos por detrás serían imposibles de definir por un lego en el tema. Cierto día, subiendo nuestra calle en un junio caluroso, nos cruzamos con un grupo de chicas adolescentes que volvían a casa después de sus clases de secundaria. Me fusilaban con sus miradas sin pudor.

“Están celosas” susurró mi marido en mi oído, besándome el cuello al paso que las chicas se alejaban de nosotros. Lo impresionante seria si mi marido, un hombre blanco, nacido en aquella tierra, que nunca tuvo en la vida ninguna vivencia en una cultura distinta o sentido el prejuicio en la piel, comprendiese la complejidad de lo que había definido en aquel instante como “celos”.

No sé si mi descripción de la escena es suficiente para que alguien sin vivencia previa de este tipo de situación tan especifica pueda experimentarlo través de mis palabras. En un momento así, te sientes completamente desnudada. Desnudada de tus títulos académicos, victorias profesionales, desnudada de todo lo honroso que ya hayas logrado, de tu independencia, desnudada de todo mérito e inteligencia que hicieron que el hombre a tu lado se enamorara de ti, para volverte en la latina estereotipada que logró casarse con el europeo.

Antes de ser yo, allí era la extranjera, e independiente de mi país de origen, era latina, una negra joven de vestido ajustado y colorido. Lo suficiente para que las adolescentes se montasen su película.

Las miradas siguieron y hasta hoy, siguen, la que cambió, fui yo. Aprendí con el tiempo a saludar a la gente en la calle, cosa no muy confortable para mí, pero necesaria para existir en los pueblos. Con los saludos amistosos, muchas de las miradas se rompían en sonrisas contenidas, frente una u otra que prefería mantenerse cerrada a la extranjera que se había atrevido a migrar hacia la Cataluña profunda.

Yo como individuo, entiendo el peso de mis elecciones personales, y yo como mujer, negra y empoderada entiendo que es el momento de nuevas representaciones para que mis futuros hijos e hijas no hereden las mismas miradas y la maldición de sentirse extranjero en su tierra madre. Todas nosotras, nacidas aquí en España o inmigradas, deseándolo o no, seremos el activo para las próximas generaciones de una España donde haya negros y no mitos.

Que seamos los ejemplos reales que sustituyan poco a poco los estereotipos, donde el primer paso es concienciarnos de que ellos – los estereotipos – existen y son potencialmente hirientes y destructivos a nosotras mismas y a los nuestros.

 

marianaOlisa

 

Mariana Olisa

Master en Estrategia y Creatividad Digital por la Universitat Autònoma de Barcelona.  Miembro de Black Barcelona.

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1 comentario

  • crakmaa

    Siento vergüenza por que sigan existiendo ese tipo de miradas que ofenden, miradas de personas incultas cuya incultura les invita a creerse más que cualquier otra, personas acomplejadas por esa incultura, lo que les impide reconocer su desconocimiento.
    Cuando se mira con curiosidad, con interés… el matiz es otro y no tienen porque ofender, cuando miras con admiración, con simpatía o complicidad, no sólo no tiene porque ofender sino que puede hasta alagar.
    Yo confieso que miro, si veo a alguien que me parece guapo o guapa, que tenga una sonrisa simpática o lo que sea, me gusta apreciar la belleza, sin exagerar que no moleste, pero también lo digo «que guapo o guapa, o que chaqueta tan chula, me encantan tus botas…» en fin lo que sea.
    He tenido la suerte de ser curiosa y sociable desde siempre, así que nunca me ha dado vergüenza reconocer mi desconocimiento sobre casi todo, ni preguntar para intentar aprender, conocer.
    Si la gente procurara conocerse más los unos a los otros, los prejuicios y los perjuicios serian menos, el respeto mayor y todo el mundo saldría ganando y viviendo más feliz.

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