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jueves, marzo 28

Albinismo


Cazados, refugiados en su propia tierra, abandonados, amputados,  y, sobre todo, pasando mucho miedo. Así es como se sienten buena parte de las personas con albinismo que residen en Tanzania.

El s.XXI inauguró una tendencia asesina en la pacífica patria de Nyerere: algunos brujos comenzaron a asegurar que podrían granjear éxito y riqueza a todo aquel que consumiera sus pócimas elaboradas con miembros de albinos. Parece una historia de otro tiempo, y sin embargo, es un drama real contemporáneo que tiene especial incidencia en un país en el que, alrededor del 60% de la población,  confía más en este tipo de figuras que en los médicos de bata impoluta.


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El horror de unos, la gente con albinismo, es el negocio de otros, los que asesinan y descuartizan, los que elaboran mejunjes, los que son cómplices…  Y todo negocio es dinero: Un brazo, una pierna, el pelo o la sangre de una víctima cuestan 2000$. Un cuerpo entero 72.000. Hablar en términos económicos de un ser humano me causa un dolor atroz, pero es importante que esto se sepa.

Teniendo en cuenta que el grueso de la población tanzana vive por debajo del umbral de la pobreza, son pocos los que pueden acceder a un «artículo» de lujo de esas características (además, cada vez existe una mayor conciencia sobre el tema entre la sociedad).  Se trata de un bien reservado para algunos políticos (especialmente en época de elecciones) y empresarios.



Estando en Mwanza, una ciudad cercana al Lago Victoria, entrevisté a Grace, una mujer albina de una fortaleza inmensa. Madre soltera, abandonada por el padre de su hijo por temor a que naciera con su misma condición genética, reconoce que lo más duro no ha sido eso, ni siquiera que le llamen «zeru- zeru» (fantasma en swahili) desde su más tierna infancia. Lo más difícil para ella, es  saber que cada día, cuando anochece, debe guarecerse en su casa y no abrir la puerta a nadie por si son «ellos», los malos, los que se lucran con el sufrimiento de otros.

Grace no tiene ni 30 años, pero para ella no existe la noche fuera de su vivienda.

Sin embargo, el día tampoco es la opción más segura. Los rayos del Sol africano penetran como cuchillas en una piel carente de melanina.

El sol duele, y mata. Es más letal que cualquier brujo, aunque todo lo anterior resulte más llamativo.  Por él, son muy pocos los que superan los 40 años. El cáncer de piel acaba con ellos antes.

Existe una relación entre el ostracismo al que se han visto sometidas las personas con albinismo (más de un 80% de los niños son abandonados por sus padres porque creen que puede traer mala suerte tener en casa un familiar así ) y su situación. Sin posibilidad de acceder a la educación, buena parte de ellos, se dedica a actividades agrícolas, en el campo, a la intemperie y sin ninguna protección.

Los fotoprotectores eran, hasta hace poco, un artículo de lujo reservado a los expatriados blancos.  Difícilmente accesibles para alguien que reside lejos de los núcleos urbanos y que, rara vez, puede permitirse gastarse lo que cuesta.

Gracias a la unión de varias ONGs (Standing Voice, Under the Same Sun o África Directo) que velan por la salud, derechos y protección de la población albina en el país, se están llevando a cabo acciones que están mejorando su vida desde consultas oftalmológicas y dermatológicas, hasta  la producción local de una crema de protección solar.

Y ¿qué tiene que ver Grace en todo esto? Ella es un miembro del equipo que se encarga de dicha producción.

Su labor es importante por lo que supone para otras personas con albinismo, pero también por una cuestión de representatividad: es mujer, madre, soltera,  tiene albinismo y trabaja.

Gracias a su empleo puede pagar las tasas de la escuela de su hijo. Su educación le hará libre de prejuicios y quizá, contribuya a la lucha por la normalización de los que son como su madre.

Cuando pregunté a Grace que si se había planteado abandonar Tanzania dijo entre lágrimas que sí pero que debía seguir cuidando de su gente. Por eso digo que su fortaleza es inmensa, y su valentía, su generosidad, por eso, merecía (y merece) ser nuestra afrofémina de hoy.


Lucía Mbomío

Periodista 

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